El viaje hasta el Victoria Residencial fue corto en distancia, pero cada kilómetro parecía cargar mis pensamientos con el peso del dossier y la intrigante, aunque trágica, historia de Harold Blackwood. Sostenía las llaves en la mano, su frío metal un recordatorio tangible de la tarea que tenía por delante. ¿Sería simplemente un edificio viejo con una mala racha o había realmente algo más oscuro latiendo entre sus muros?
Llegué a media tarde. La fachada del edificio, aunque antaño debió de ser elegante con sus detalles de estilo art déco tardío, ahora mostraba las cicatrices del tiempo y la indiferencia. La piedra, oscurecida por décadas de contaminación y olvido, le daba un aire adusto, casi admonitorio. El nombre Victoria Residencial estaba grabado sobre la entrada principal en letras de bronce deslucido, un nombre que sonaba casi irónico dadas las recientes noticias y las leyendas que lo envolvían. Me pregunté si el nombre original, quizás ligado a Blackwood, había sido diferente.
Empujé la pesada puerta de roble y entré. El vestíbulo intentaba conservar una dignidad perdida, con su suelo de mármol veteado —ahora agrietado en algunos puntos— y una lámpara de araña que parpadeaba con intermitencia errática, amenazando con sumir el espacio en penumbras a cada instante. El aire era pesado, quieto, con ese olor característico de los lugares cerrados por mucho tiempo: una mezcla de polvo antiguo, humedad y quizás... algo más, una nota tenue y difícil de definir. El silencio era denso, solo roto por el eco de mis propios pasos sobre el mármol. No había conserje a la vista, ni ningún otro residente.
Consulté la nota de mi editor: apartamento 3-B. Opté por el ascensor, una cabina de madera oscura y metal desgastado que ascendió con un quejido lastimero, como protestando por el esfuerzo. Cada piso que pasaba parecía observarme a través de las rejillas de ventilación de las puertas, aumentando una ligera sensación de desasosiego que traté de achacar a la sugestión provocada por el dossier.
Mi nuevo hogar temporal era el 3-B. La puerta se abrió con un chirrido agudo que resonó en el pasillo silencioso. El apartamento era... funcional. Espartano, diría yo. Amueblado con lo básico, piezas que parecían sacadas de distintas épocas y que probablemente habían visto pasar a innumerables inquilinos antes que a mí. Un sofá raído, una mesa coja, una cama con un colchón que se hundía sospechosamente en el centro. Las paredes, pintadas de un color indefinido entre beige y gris, tenían marcas y desconchones que contaban historias mudas. Las ventanas daban a un patio interior sombrío, un pozo de ladrillo donde la luz del sol apenas se atrevía a entrar, y donde la vista principal eran las ventanas igualmente sombrías de los vecinos de enfrente.
Dejé la maleta en el suelo polvoriento y recorrí las escasas habitaciones: un pequeño salón-comedor, una cocina mínima, un baño con azulejos desportillados y un dormitorio. No había nada personal, nada que indicara quién había vivido allí antes.
¿En qué piso había muerto el señor Miguel Sánchez, asfixiado sin explicación? ¿Y la señora Elena Gómez, hallada en el sótano...? La figura de Harold Blackwood, el arquitecto ambicioso y atormentado por la tragedia, parecía flotar en el aire denso del apartamento. ¿Había dejado algo de su propia oscuridad impregnada en estos muros que él mismo había diseñado? La idea, aunque propia de la revista para la que trabajaba, no me pareció del todo descabellada en ese ambiente.
La tarde dio paso a la noche. Deshice la maleta, coloqué mi grabadora y mi cuaderno en la pequeña mesa del salón, mi improvisado centro de operaciones. Los ruidos del edificio comenzaron a hacerse notar a medida que la ciudad exterior se calmaba: el crujir de las tuberías como quejidos metálicos, pasos lejanos en el piso de arriba, el viento silbando débilmente por alguna rendija mal sellada de la ventana. Eran sonidos normales, supongo, los achaques inevitables de una estructura vieja. Pero aquí, en el Victoria Residencial, con las historias del dossier y el recorte sobre Blackwood frescas en mi memoria, cada sonido parecía llevar consigo un eco de algo más, una intención oculta.
Me senté en el viejo sofá, sintiendo sus muelles clavarse ligeramente en mi espalda, y observé la oscuridad que se acumulaba en las esquinas de la habitación como si fuera una sustancia tangible. La investigación acababa de empezar, y ya sentía el peso de las sombras de piedra a mi alrededor.
Mañana comenzaría a hablar con los vecinos, a indagar, a buscar las historias que se escondían tras las puertas cerradas. Pero esa primera noche, solo quería escuchar, sentir el pulso del edificio Blackwood.
Continuará...
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