Capítulo III. Ecos en el pasillo

  • mdo  Luis Garcia
  •   Serie edificio Blackwood
  •   Abril 23, 2025

La primera noche en el Victoria Residencial fue... ruidosa. No con estrépito, sino con la sinfonía constante de un edificio viejo respirando: crujidos estructurales que parecían pasos sigilosos, murmullos guturales de tuberías antiguas, el silbido lastimero del viento colándose por alguna rendija invisible. Dormí poco, más por la anticipación y el ambiente cargado del lugar que por el incómodo colchón, que se empeñaba en recordarme la forma de cada uno de sus muelles.

La mañana llegó con una luz grisácea y difusa filtrándose a regañadientes por la ventana del patio interior. Una luz que no iluminaba tanto como confirmaba la persistencia de las sombras. Era hora de cumplir la primera parte de mi misión autoimpuesta: conocer a mis vecinos. Al fin y al cabo, debía cubrir la vida de la comunidad, y eso empezaba por saber quiénes eran las almas que compartían este peculiar ecosistema vertical.

Abrí la puerta del 3-B y salí al pasillo. La luz matutina, aunque presente, apenas lograba disipar la penumbra perenne, cortesía de las pocas y sucias ventanas altas que daban al patio. El aire seguía siendo denso, cargado con el olor a polvo y a algo indefiniblemente viejo. El silencio aquí tenía una cualidad absorbente, amortiguando los pocos sonidos que llegaban de la lejana calle.

Casi de inmediato, la puerta del 3-A, justo enfrente de la mía, se abrió con precisión silenciosa. Un hombre de mediana edad, de rasgos asiáticos y vestido con una pulcritud casi desafiante en aquel entorno —camisa blanca perfectamente planchada, pantalón de pinzas oscuro— salió con un maletín de aspecto caro. Me vio y asintió con la cabeza, un gesto breve, formal, casi imperceptible, sus ojos protegidos tras unas gafas de montura fina.

—Buenos días —dije, intentando inyectar algo de calidez en el ambiente frío del pasillo.

—Días —respondió él sin detenerse. Su voz tan pulcra y neutra como su aspecto.

Se dirigió con paso rápido y decidido hacia el ascensor. Entendido: vecino ocupado, eficiente, poco dado a la conversación casual. Anoté mentalmente: Mr. Chen (basado en el nombre del buzón que había ojeado al llegar el día anterior). Un hombre que parecía vivir a pesar del edificio, no en él.

Seguí avanzando por el pasillo. Desde el 3-C llegaba un débil olor a trementina y óleo fresco, mezclado con el aroma especiado de café recién hecho. También se oía una música suave, algo de jazz latino que ponía una nota de vida inesperada en la quietud. La puerta estaba entreabierta unos centímetros, como invitando… o quizás olvidada. Me asomé con cautela. Un joven de piel morena, con el pelo afro revuelto y una vieja camiseta generosamente salpicada de pintura de todos los colores, estaba de espaldas a mí, concentrado frente a un gran lienzo que explotaba en formas y tonos vibrantes.

—¿Hola? —dije en voz baja para no asustarlo.

Se sobresaltó ligeramente y giró. Sus ojos eran grandes, vivos, llenos de una curiosidad inmediata.

—¡Hey! ¡Coño, perdona! Estaba en mi mundo. ¿Tú eres el nuevo del 3-B, el periodista, no? Me llamo Mateo.

Su sonrisa era amplia y contagiosa, un contraste bienvenido con la atmósfera general.

—Santiago Vargas —me presenté, estrechando la mano que me ofrecía, manchada de azul ultramar.

Intercambiamos apenas un par de frases sobre lo peculiar del edificio.

—Tiene... carácter, ¿verdad? —dijo él, bromeando—. O eso, o está maldito.

Su sonrisa titubeó un instante antes de volver a centrarse en el lienzo. Prometió que ya charlaríamos más otro día, quizás con una cerveza. Un soplo de aire fresco, sin duda.

La puerta del 3-D estaba cerrada a cal y canto, sin placa con nombre y con aspecto de no abrirse a menudo. Justo cuando pasaba por delante, se abrió una rendija lo justo para que una mano recogiera un paquete de comida rápida depositado en el felpudo. Pude entrever a una joven de rasgos surasiáticos, con grandes auriculares sobre las orejas y ojos cansados que delataban pocas horas de sueño. Me miró fugazmente, sin expresión.

—Hola —murmuró, o al menos eso creí oír antes de que la puerta se cerrara con un clic definitivo.

Otra nota mental: Priya (también del buzón), probablemente estudiante, quizás trabajando en algo online con horarios nocturnos. Poco accesible por ahora.

Llegué casi al final del pasillo, donde este se bifurcaba hacia las escaleras de servicio. La puerta del 3-E se abrió entonces, pero con una lentitud calculada, sin el menor chirrido, casi sigilosamente. Una mujer muy mayor, de cabello completamente blanco recogido en un moño tirante y con unos ojos azules sorprendentemente claros y penetrantes, estaba allí de pie, regando una planta de aspecto enfermizo en una maceta colocada sobre una mesita junto a la puerta. Llevaba un vestido de flores de corte antiguo y un chal de lana oscura sobre los hombros, a pesar de que no hacía frío.

Me observó acercarme con una atención serena, sin sonreír, pero sin mostrar hostilidad. Su rostro era un mapa de arrugas finas.

—Buenos días —dije de nuevo, deteniéndome a una distancia respetuosa.

Ella dejó la pequeña regadera sobre la mesita y se volvió hacia mí por completo. Su mirada me recorrió de arriba abajo con una intensidad tranquila que me hizo sentir extrañamente expuesto.

—Usted es el periodista —afirmó en voz baja. No era una pregunta.

Su acento era eslavo, quizás polaco o ruso, cargado de historia.

Asentí.

—Santiago Vargas. Me mudé ayer al 3-B.

Ella asintió lentamente, como si confirmara algo que ya sabía.

—Sí. El apartamento... —hizo una pausa casi imperceptible—. El del pobre señor Sánchez.

Otra pausa, esta vez más larga, cargada de significado no expresado. Se inclinó mínimamente hacia mí, bajando aún más la voz, aunque el pasillo estaba desierto.

—Tenga cuidado, joven periodista —susurró, y el susurro pareció resonar en el silencio—. Este edificio es viejo. Muy viejo. Y las paredes aquí... oyen. A veces... hasta contestan.

Sus ojos claros buscaron los míos por un instante fugaz, asegurándose de que el mensaje, aunque velado, había sido recibido. Luego añadió, con el mismo tono confidencial:

—No todo lo que cruje por la noche es madera vieja en el Victoria Residencial. Hay... corrientes.

Antes de que pudiera formular una pregunta, antes siquiera de procesar del todo la advertencia, ella se dio la vuelta con una agilidad inesperada para su aparente fragilidad y se deslizó hacia el interior de su apartamento, cerrando la puerta tras de sí con el mismo silencio calculado con que la había abierto.

Me quedé solo en el pasillo, el eco de sus palabras flotando en el aire denso.

Volví a mi apartamento sintiendo un ligero escalofrío que nada tenía que ver con la temperatura. Cuatro vecinos encontrados, cuatro mundos distintos coexistiendo, o quizás sobreviviendo, en el mismo y angosto espacio del tercer piso. Un profesional distante, un artista lleno de vida pero quizás no ajeno a la rareza del lugar, una joven reclusiva y una anciana que hablaba en susurros sobre paredes que oyen y contestan, y sobre “corrientes”.

Las palabras de la señora Petrova —asumí que era ella, por el buzón— eran exactamente el tipo de comentario que mi editor en Misterios Ocultos adoraría leer en mis informes. Sin embargo, había algo en su tono, en la seriedad de su mirada penetrante, que trascendía el típico cotilleo de vecinos o la sugestión paranormal barata.

"No todo lo que cruje es madera vieja."

La frase se quedó conmigo, rebotando en mi mente mientras giraba la llave en la cerradura de mi propia puerta. Definitivamente, había historias esperando ser desenterradas en el Victoria Residencial. Mi trabajo acababa de volverse mucho más interesante... y quizás, solo quizás, un poco más peligroso de lo que había anticipado.


continuará...

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