Carfax

Author Luis Garcia Reading time 16 minutes

El encargo

Aún recuerdo la conversación que mantuve con el señor Henry Aldridge, un especulador inmobiliario que usaba métodos muy turbios para hacerse con las propiedades que le interesaban. Ahora estaba tratando de adquirir una mansión casi en ruinas en Purfleet, a las afueras de Londres, cerca del río, pero había sido vendida recientemente a un extranjero que nadie conocía. Había enviado varios emisarios al lugar para negociar la compra del inmueble y sus terrenos, pero ninguno de ellos volvió a presentarse al señor Aldridge.

La solución a éste problema fue la habitual: Llamarme a mí, al matón que suele usar cuando hay que poner toda la carne en el asador. Y allí estaba yo, en su despacho, recibiendo las últimas advertencias sobre el asunto que me encargaba.

--Señor Sinclair, entiendo que acepta la misión que le he encomendado. Que quiere ir a Purflee.

--Sí, señor Aldridge. Creo que el precio es más que generoso por el trabajo que demanda.

--Tenga en cuenta que ya hemos mandado a dos hombres antes que a usted, y ninguno ha regresado.

--¡Aficionados, señor! Yo uso otros métodos.

--No le niego que quizás debimos de encargarle el trabajo en primer lugar, pero le advierto que a lo que se enfrenta no es nada habitual. Nada de lo que haya hecho hasta ahora se puede comparar con esto. Los que le han antecedido, simplemente han desaparecido. Nadie ha vuelto a verlos. Además, hay un grupo de hombre de Londres, encabezados por un tal Harker, que también están buscando a ese tipo ¿Usted lo conoce?

--¿A Harker? No personalmente, señor. Creo que es un pasante de un prestigioso bufete de abogados de la ciudad. Pero poco más. Leí en la prensa que había estado desaparecido por el este de Europa.

--He oído que buscan al propietario de Carfax para matarlo, ni más ni menos. Esos señores parece que no lo son tanto. Su objetivo es localizarlo y ofrecerle protección a cambio de que nos venda sus terrenos.

--¡Bien señor, así lo haré! En lo referente a esos hombres desaparecidos ¿Alguién lo ha denunciado a la policía?

--¡No! ¿Para qué, para que metan sus sucias manos en nuestros negocios? ¡Nadie debe de saber nada sobre todo esto! ¿Me entiende, señor Sinclair? Puede que los hayan matado los amigos de ese Harker. Sea como sea, usted ciñase al plan ¿Me ha entendido?

--¡Perfectamente, señor!

Purfleet: El Pueblo Sombrío

Aquella noche me paseaba yo por Purfleet. Quería averiguar algo de los desaparecidos antes de pasarme por la propiedad. Purfleet era un pueblo envuelto en una atmósfera pesada, como si estuviera atrapado entre dos tiempos: un pasado que se resistía a morir y un presente que nunca parecía llegar. Situado en la ribera del Támesis, sus aguas oscuras y turbias arrastraban un aire de misterio y desolación, que envolvía las calles empedradas y sus casas de ladrillo rojo envejecido. Las sombras parecían más densas aquí; una bruma grisácea flotaba sobre el paisaje, cubriendo las casas y los pocos árboles desnudos, como si los habitantes del lugar convivieran con algo más que el frío viento que azota sus techos.

El sonido distante de las campanas de la iglesia, siempre apagado y hueco, se mezclaba con los graznidos de los cuervos que sobrevolaban el cielo plomizo. El ambiente, cargado de humedad y salitre, impregnaba las ropas y los pulmones, haciendo que cada respiración fuese un recordatorio de la decadencia que allí parecía gobernar. Las escasas luces de las farolas apenas conseguían iluminar las aceras maltratadas, dejando largas sombras que se estiraban como dedos huesudos, queriendo aferrar a quienes osasen recorrer las calles tras la caída del sol.

Todo aquello me impresionó demasiado, para mi gusto, así que busque alguna taberna donde el calor humano y la bebida me quitase aquella sensación de angustia. Enseguida localicé un local adecuado. Al abrir la puerta del viejo pub, The Black Hound, una ráfaga de aire frío y húmedo, cargado con el olor a cerveza rancia y tabaco, me dio la bienvenida. El sonido de la puerta al cerrarse detrás de mí pareció retumbar más de lo habitual, como si el silencio que dominaba el lugar absorbiera cualquier ruido. Apenas había una docena de clientes dispersos en el salón, todos encorvados sobre sus bebidas, ajenos al mundo exterior y entre sí, como si cada uno cargara con un peso que solo ellos pudieran comprender.

Las lámparas de gas que colgaban del techo emitían una luz débil y amarillenta, proyectando sombras largas y difusas en las esquinas del local. Las paredes, recubiertas de madera oscura y manchadas por los años, parecían estar impregnadas con los secretos de generaciones de parroquianos. En el suelo de piedra, sucio y desgastado por el paso de incontables botas embarradas, se acumulaban restos de paja y ceniza, creando una atmósfera que hablaba de abandono más que de acogida.

Detrás de la barra, un tabernero de rostro cansado y curtido por el tiempo limpiaba un vaso con un trapo grisáceo. Sus ojos hundidos apenas se levantaron para observarme, pero había en su mirada una sombra de conocimiento, como si el hombre estuviera al tanto de algo que ninguno de los clientes se atrevía a mencionar. Alrededor, los escasos parroquianos apenas intercambiaban palabras. Sus caras estaban parcialmente ocultas por el humo que se elevaba en espirales lentas desde sus pipas y cigarrillos, y cuando uno de ellos me miró, lo hizo con una mezcla de apatía y recelo, como si la mera presencia de un extraño fuera motivo de inquietud.

El sonido de un reloj de péndulo en la esquina del salón fue lo único que rompió el silencio a intervalos regulares, cada tic y toc como un recordatorio del paso del tiempo, que aquí dentro parecía estirarse y perder sentido. Los pocos murmullos que se escuchaban eran apagados, como si los hombres temieran ser escuchados hablando demasiado alto. Había algo en el aire, algo palpable, un sentimiento de pesadumbre que impregnaba a cada persona presente, como si todos compartieran una carga invisible.

Tras pedir un whisky, pregunté al tabernero por Carfax, y me miró con miedo. Quise saber si vivía allí alguien, y no quiso responderme. Se apartó enseguida de mi lado, a la vez que los hombres que bebían mas cerca de mí me miraron con sorpresa. Tras insistir en mi pregunta, finalmente el tipo me respondió:

--Carfax está deshabitado desde hace años. Pero recientemente han traído unas enormes cajas que han dejado en su interior. Puede que el nuevo dueño vaya a restaurar el edificio.

--¿Los obreros son del pueblo?

--¡No! Nadie sabe quienes son, o si es que realmente se han contratado obreros. Se ha visto introducir las cajas hace unas semanas y nada más. Es todo lo que sé.

--Amigo, parece asustado. Yo no soy policía, solo quiero localizar al nuevo propietario. Me debe dinero y quiero cobrar. Nada más.

--No lo conozco, lo siento. Pero le doy un consejo: No vaya. Se dice que algunos vagabundos que acampaban en sus terrenos, han desaparecido. También se dice que, como la vieja mansión está muy cerca del manicomio, puede que algún loco peligroso de aquel maldito sitio se haya escapado, se haya quedado a vivir allí y esté dando cuenta de todo aquel se que atreve a pasa por sus dominios. Sea como sea, desde hace unas semanas el sitio ha quedado desierto. Ni de día quiere la gente del pueblo pasar.

--¿Sabe si hace unos días vino de la ciudad alguien más preguntando por la mansión o sus dueños?

--No señor. nadie, salvo usted, ha preguntado por ese maldito lugar.

Tras pedirle indicaciones de cómo llegar a la mansión, salí de nuevo a la bruma húmeda de la noche y encaminé mis pasos hacia Carfax.

Carfax: La Mansión de las Sombras

En lo alto de una colina, aislada del pueblo y enmarcada por un denso bosque de árboles retorcidos, se encuentra Carfax, una mansión que parece haber sido arrancada de los tiempos más oscuros de la historia. Sus muros de piedra oscura, cubiertos de musgo y líquenes, se yerguen como los restos de una fortaleza medieval. Las ventanas, estrechas y alargadas, parecen ojos vigilantes, siempre acechando desde las sombras. A pesar de su inmensidad, la casa está extrañamente silenciosa, como si los ecos de quienes alguna vez vivieron allí hubieran sido tragados por la tierra misma.

El edificio principal estaba rodeado por altos muros de piedra que ocultaban los jardines traseros, ahora salvajes y cubiertos de maleza. Las puertas de hierro forjado, herrumbrosas y pesadas, parecían haberse cerrado hace siglos, dejando fuera al mundo pero atrapando dentro una oscuridad profunda, palpable. El viento se colaba a través de los árboles y de los rincones de la casa, produciendo un silbido que recordaba a susurros apagados, palabras antiguas que nadie puede descifrar.

El interior de Carfax era tan lúgubre como su exterior: el aire enrarecido se mezclaba con el olor a humedad y moho. Las paredes, cubiertas de tapices raídos y paneles de madera carcomida, parecían absorber la poca luz que se atrevía a filtrarse. Los suelos crujían con cada paso, como si la casa estuviera viva, como si cada movimiento despertara a sus antiguos moradores, que aún vagaban entre sus corredores interminables y habitaciones cerradas.

Carfax no era solo un lugar; era una presencia, una entidad que parecía esperar algo. La sensación de estar observado, de ser seguido por sombras que no se ven, era constante. Cada rincón, cada pared y cada objeto parecía tener una historia siniestra que contar, y el silencio que dominaba la casa era más aterrador que cualquier sonido.

Caminé por aquel edificio iluminando mis pasos con una antorcha. A pesar de que recorrí muchas estancias, no vi señales de vida. Aquel sitio llevaba abandonado mucho tiempo. Era imposible que alguien viviese allí sin haber encendido al menos una chimenea de las muchas que encontré. Cualquiera que hubiese tratado de pasar una sola noche en aquel caserón, fuese el dueño o cualquier loco del manicomio, necesitaría del fuego para sobrevivir, pero no encontré nada.

Pero de repente, al final de un pasillo oscuro, vi una silueta; una sombra que en apenas un segundo recorrió los cuarenta pies que nos separaban. Fue como si toda la penumbra que había en aquel largo corredor fuese absorbida por la propia sombra, y envolviéndose en ella, viajó instantáneamente hasta mi posición. Y todo lo hizo en absoluto silencio, sin mover siquiera el aire cargado de aquel pasillo. ¡Como un perfecto depredador!

Y allí estaba.

Frente a mí se erguía una figura imponente, mucho más alta de lo que esperaba. Era un hombre; un hombre que tenía un porte aristocrático, casi regio, que contrastaba con la extraña quietud de su movimiento. Su rostro era anguloso, con una piel pálida como la cera, estirada sobre sus huesos marcados, lo que le daba una apariencia casi espectral bajo la luz de mi antorcha. Los ojos, hundidos y de un rojo oscuro, parecían arder con un brillo interno, intenso y perturbador, como si pudieran penetrar en lo más profundo de mis pensamientos. Me observaban fijamente, con una calma que no era de este mundo.

Su cabello, negro como el azabache, estaba peinado hacia atrás, exponiendo una frente alta que añadía a su aire autoridad. Pero fueron sus labios lo que me inquietó más: finos, de un rojo brillante, casi como si estuvieran manchados con sangre reciente, y cuando sonrió—si es que aquello podía llamarse sonrisa—vi asomar unos dientes afilados, caninos alargados que reflejaban una naturaleza más bestial que humana.

Estaba vestido de manera impecable, con una capa negra que parecía absorber la poca luz de la habitación, y su presencia llenaba el espacio como una sombra viviente. Cada uno de sus gestos, por mínimos que fueran, estaba envuelto en una especie de control casi inhumano, como si cada movimiento estuviera calculado para mostrar el dominio absoluto que ejercía sobre su entorno... y sobre mí.

Pero lo más aterrador no era su aspecto, sino la sensación que emanaba de él. Una quietud maligna, un poder antiguo, palpable, que parecía envolverlo como una neblina. A pesar de la compostura que intenté mantener, no pude evitar un escalofrío que me recorrió la columna. Estaba frente a algo más allá de la naturaleza misma, algo que no pertenecía a este tiempo ni a este mundo. No sé cómo lo supe, pero tenía claro que aquel ser no era humano, sino algo sobrenatural ¡Y yo había entrado en sus dominios!

De alguna manera, la mirada penetrante de aquel ser conectó conmigo y sentí cómo toda la información que contenía mi cerebro pasaba al suyo. Fue algo hipnótico y a la vez compulsivo y yo lo sentía todo desde sus propios pensamientos ¡Qué extraño! Como si yo tuviera una obligación para con él y de aquella manera la cumpliese. Sentí incluso alivio cuando aquel misterioso proceso de comunicación finalizó ¡Pero a la vez supe inmediatamente a quién tenía delante! ¡el conde Drácula! Sus cientos de años de vida en muerte, sus matanzas, sus poderes sobrenaturales... ¡Todo llegó a mí como si yo mismo lo hubiera vivido en multitud de vidas! ¡Fue algo terrible!¡La muerte!¡Aquel ser era la muerte!

—¿Quién eres tú? —preguntó de repente y su voz grave resonó en la penumbra. En su tono no había rastro de la violencia que había esperado encontrar, pero sí un matiz de curiosidad, como si la vida de un extraño en su hogar pudiera ofrecerle algún atisbo de redención.

A pesar de la tensión en el aire, me sorprendí al responder. Las palabras fluyeron de mis labios, revelando mis intenciones.

-—Soy solo un hombre perdido, buscando respuestas en un lugar donde no debería estar.

Drácula se acercó lentamente, como si cada paso fuera una decisión calculada. Su mirada no se apartó de mí, y por un momento, el miedo que sentía se transformó en una especie de compasión por el ser que tenía delante.

—Todos estamos buscando respuestas —murmuró—, aunque no siempre están al alcance de la mano.

Su honestidad me tomó desprevenido. Delante tenía un ser que había arrastrado el horror a su alrededor, pero que, en ese instante, parecía más humano que muchos que había conocido. Algo en su postura que me decía que deseaba dejar atrás un pasado que lo perseguía.

—Debes saber que los amigos de Harker están en tu búsqueda —advertí, sintiendo la urgencia de mis palabras—. No te dejarán escapar fácilmente.

A medida que hablaba, observé cómo la sombra de un conflicto interno cruzaba su rostro.

—He estado preparándome para partir a mi hogar, lejos de esta vida. —Su voz se tornó más baja, casi melancólica—. No tengo intención de matar a nadie más. Mi viaje es hacia la redención, no hacia más destrucción.

El tono de Drácula era sincero, y me encontré atrapado entre el deseo de creerle y el instinto de huir. Tenía enfrente a un ser que encarnaba la oscuridad, pero también al mismo tiempo un anhelo de paz que parecía genuino.

—La redención es un camino peligroso —le advertí—. ¿Cómo puedes estar seguro de que no caerás de nuevo en la oscuridad?

Drácula se detuvo, reflexionando.

—Porque he perdido demasiado. Ya no deseo más sangre en mis manos. Si debo dejar mi vida atrás, que así sea. Aunque por una última vez, estaré junto a ella, hasta el final.

Su declaración resonó en el aire, un eco de sufrimiento y esperanza. En ese momento, comprendí que, aunque nuestros caminos jamás se habían cruzado antes, ambos luchábamos contra demonios internos.

En la penumbra de la mansión, en un instante suspendido entre el pasado y el futuro, el conde y yo compartimos una conexión fugaz. El destino de muchos dependía de lo que sucediera a continuación, y ambos éramos conscientes de que nuestras elecciones tendrían repercusiones más allá de lo que podíamos imaginar. Drácula me miró fijamente otra vez, y ya no recuerdo nada más. Me desperté aquí, doctor Seward.

--Una historía fantástica, señor Sinclair. Tenemos otro paciente que cuenta algo parecido. Seguramente que usted lo conozca. Se llama Renfield, pero al contrario que usted, él idolatra a ese Drácula.

--Doctor, es un ser maligno. La prueba de que existe el mal en éste mundo.

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