Chivato
Serie Asesinos, chivatos y macarras.
Capítulo 7
En un mundo donde todo está corrupto y en el que hay que sobrevivir a cualquier precio, el estar a bien con el poderoso ayuda a sobrevivir. Es por eso que los tipos orgullosos y prepotentes duran poco. Suelen morir antes de conseguir destacar o de ganarse una posición que les ofrezca algo de seguridad frente al resto de malnacidos de ésta puta sociedad. La televisión y el cine nos muestran a bandas de mafiosos luchando por el territorio, donde la más numerosa y mejor armada es la que impone su ley y cobra por todos los servicios que se desarrollen en su demarcación, pero eso solo pasa en la ficción. En mi realidad no hay bandas organizadas con escalas paramilitares, no. Hay un tipo poderoso, que maneja mucho dinero, y que tiene a sus órdenes algunos matarifes de los buenos que le ayudan a imponer su voluntad. No es político, pero sí está muy cerca de ellos, cuando no los tiene comiendo de su mano.
Cuando yo comencé mi vida de delincuente, que como ya os he contado, fue siendo apenas un chaval, quien mandaba en el barrio era Don Enrique Belvís, alias el relojero. Lo de relojero le venía porque tenía una pequeña joyería que le servía de tapadera para su negocio de perista. No había robo de joyas en la zona que no terminase en sus manos.
Pero cuando un niño como era yo se echa a la calle, no pregunta al primero que se encuentra quién es el que manda en el barrio. Ese conocimiento se consigue después de mucho bregar para poder comer. Y mi brega diaria consistía en el robo. Como ya os he dicho, tengo cierta habilidad en entrar en las casas, y eso me facilitó mis primeros trabajos. Para mí, colarme en los domicilios de las familias ricas era fácil; lo que no era fácil era discriminar qué me tenía que llevar de ellas y qué dejar. Si encontraba dinero en metálico, no había problema, pero cuando todo el botín posible eran joyas, andaba perdido. Yo no sabía qué era bueno y qué malo, ni dónde ir a vender las piezas robadas, así que en más de una ocasión me vi por la calle, asaltando a algún señor con pintas de posible, ofreciéndole relojes y alhajas al precio que quisieran pagar. Evidentemente, más pronto que tarde dio la policía conmigo.
Un día quise venderle un par de relojes de oro a un tipo que iba muy bien vestido, pero resultó que era madero y me detuvo. Estuve en el calabozo todo un día, hasta que algún jefe se dio cuenta de que era menor de edad y me soltaron, después de darme un par de buenos guantazos. Pero lo bueno de aquella detención fue que compartí celda con un tipo al que habían detenido saliendo de un palacete cargado con todo el oro de los propietarios. Todo un día de calabozo da para hablar mucho y cuando le expliqué mis problemas para sobrevivir, aquel tipo me dio el primer consejo profesional de mi carrera: Ve a ver a Don Enrique Belvís, y eso hice nada más salir libre.
Don Enrique Belvís era un tipo grueso y bajito, bien vestido, con traje de rayas y una colorida corbata que apenas podía rodear su enorme cuello. Tenía el pelo negro embadurnado de gomina y hablaba con una voz ronca que salía de las profundidades de una boca enorme. Yo le expliqué los motivos por los que me habían detenido y él solamente me dijo: Cuando tengas algo que vender, lo escondes bien por ahí y vienes a verme a la tienda. Y así lo hice. Tres días después, tras enterrar mi botín debajo de un puente, me presenté en la joyería. Don Enrique me pidió que le dijese de qué casa procedía las piezas robadas y que se las describiese una a una. Cuando finalicé, sacó de la caja registradora tres mil pesetas y entregándomelas, me preguntó donde estaban escondidas. No quería que fuese a por ellas, otras persona ya se encargaría de ello. Aquel día dejé la pensión maloliente en la que había estado durmiendo y me busqué otra algo más limpia, y comí todo lo que pude en el primer bar que encontré. Aquello era para mí la felicidad absoluta.
Como lo de robar se me daba muy bien, pronto dispuse de mucho dinero a cambio de entregarle mis botines a Don Enrique. El problema fue que no sabía que muchas personas andaban tras de mi: La policía porque habían aumentado considerablemente el número de robos en casas pudientes y eso no se podía tolerar, y el resto de chorizos del barrio porque yo estaba acaparando todo el dinero que Don Enrique dedicaba al negocio de perista. Él, que era inteligente, seleccionaba sus compras. No quería cantidad, sino calidad, y el único que le llevaba esa calidad era yo, así que desde mi aparición muchos ladrones habían visto como la puerta de la joyería se cerraba para ellos.
Así que un buen día se personaron en la pensión algunos policías y dieron con el botín que escondía debajo del colchón de mi cama porque aún no me había dado tiempo de esconderlo. Aquellos maderos parecían más inteligentes que el primero que me detuvo, ya que en ésta ocasión me vi delante del juez por robar en el interior de un domicilio. El tipo quiso mandarme con mis padres, pero como me negué a decirle quienes eran, me envió al reformatorio durante tres meses. Yo solo pensaba en quién me había delatado mientras me fichaban en aquel centro de reclusión de menores.
¡Ah!¡El reformatorio! Que buena escuela para un joven aprendiz de delincuente.
Aquellos meses me sirvieron para aprender muchas cosas de mi oficio: Cómo disimular cuando se tiene mucho dinero y no se puede justificar su procedencia, cómo identificar las joyas buenas de las malas, dónde mirar el valor de mercado de las mismas, y muchas cosas más. Pero en el patio de aquella maldita institución aprendí algo mucho más importante: El valor del respeto y cómo ganarlo. Aunque allí todos éramos apenas unos niños, la infancia había desaparecido de la mirada de aquellos chavales hacía mucho tiempo y acercarse a ellos en las horas de asueto era como acercarse a una manada de lobos. Te rodeaban, uno te entretenía y otros te pillaban por detrás y te daban una paliza. Y todo era porque en aquel lugar había una jerarquía que un recién llegado como yo no se podía saltar. ¿Quién era yo para hablar con quien yo quisiera sin que ellos me hubieran dado permiso? ¿Cómo me atrevía a preguntar cualquier cosa sobre sus vidas?¿Acaso quería chivarme?
Como soy fuerte, enseguida gané puestos en el escalafón del patio. A mí no es fácil apalizarme, aunque sean unos cuantos los que lo intentan, y los segundones enseguida comenzaron a evitarme. Rápidamente entablé relación con los peces gordos del reformatorio y eso me sirvió para aprender de ellos todo lo que pude.
Cuando salí a la calle tenía claro que ahora me encontraba en un patio mucho más grande que el del reformatorio, pero en el que gobernaban las mismas reglas, esas reglas que me decían que lo primero que tenía que hacer era ganarme el respeto de sus ocupantes. Así que tras reanudar mis actividades y recaudar algo de dinero para sobrevivir dignamente, le pregunté a Don Enrique si sabía quien me había delatado. De los tres meses que pasé encerrado él también había resultado perjudicado, pues nadie era capaz de traerle los botines que yo le conseguía, así que puso todos sus medios a trabajar y en pocos días me dio el nombre del tipejo.
Se llamaba Diego. Diego el cuentacuentos. Su especialidad eran los timos y, al parecer, le pillaron en uno gordo y se chivó del ladrón de las casas de lujo con tal de que le dejaran libre. Diego apareció colgado del mismo puente donde escondí mi primer botín. Tenía la cara rajada y las tripas colgando. Sobre ellas había un gran cartel que decía: POR CHIVATO. El gato.
Si, mi apodo es el gato. Pregunta hoy mismo por ahí y verás como todos me conocen. Desde aquel día, todos los chivatos del barrio pusieron el máximo interés en identificarme para no equivocarse y hablar de más sobre mí. Sabían que conmigo no se podía jugar, que estaba dispuesto a todo. Ahora, el gato, con el respaldo de Don Enrique, era un tipo importante. O al menos, temible, que en mi mundo viene a ser lo mismo.