El cura

Author Luis Garcia Reading time 6 minutes

Serie Asesinos, chivatos y macarras.

Capítulo 5


Matar a un cura no es sencillo, y mucho menos por parte de un chaval de catorce años. La Iglesia, en aquellos años de la dictadura, tenía mucho poder, y más aún en los pueblos. Un cura estaba en lo más alto de la jerarquía, junto al alcalde y al jefe de la Guardia Civil. Nadie se atrevía a levantar la mano contra ellos, pues las consecuencias llegarían hasta la familia del agresor; y aunque yo era demasiado joven entonces como para pensar en todas esas cosas, había sido tan manipulado psicológicamente en casa y en el colegio, desde la más tierna infancia, que sabía, sin ningún género de dudas, que atentar contra el cura era algo terrible.

Pero yo estaba decidido a hacer justicia y a vengar la muerte de Eva. Aquel cura, con sus malas artes, había conseguido que un ser angelical, la representación en la Tierra de la misma pureza, se quitase la vida, incapaz de aguantar más sufrimientos provocados por él, el hipócrita sacerdote violador que hablaba del cielo pero que traía el infierno a las niñas de las que abusaba. Sí, iba a matarlo, fuese como fuese.

Aprovechándome de mi habilidad para entrar por las ventanas de las casas, habilidad que posteriormente me ayudo a sobrevivir y que use en muchísimas ocasiones, me colé una noche en la casa del maldito cura. No tenía nada planeado, solamente explorar el terreno, pero tras arrastrarme a gatas por el salón, lo descubrí al fondo del mismo, sentado en una enorme butaca, frente al televisor. Parecía estar desnudo, y sobre el respaldo de su asiento tenía colgada una bata negra. Tenía a sus pies un montón de cintas VHS, con los títulos de las películas escritos en etiquetas anotadas a mano con unas enormes letras negras mayúsculas en algún idioma extranjero que no entendí. Lo que sí entendí es lo que se veía en la pantalla. En aquel viejo televisor de pantalla de tubo se veía a un hombre barrigón, de unos cincuenta años, penetrando analmente a un niño que dudo que tuviese diez. Ante aquella escena desgarradora, el cura se estaba masturbando.

No pensé en nada, pero cuando pude reaccionar me vi a mi mismo tirando del cinturón de la bata del cura con todas mis fuerzas. No sé cómo, pero estaba enrollado en el cuello del cura, teniendo éste la espalda apoyada en el respaldo del butacón. Tiré con todas mis fuerzas, dejando caer todo el peso de mi cuerpo al suelo, pasando el cinturón por mi hombro izquierdo. Al cabo de unos instantes la butaca se volcó y yo caí de rodillas, pero seguí tirando y tirando, arrastrando al violador de espaldas por el suelo. Escuchaba como sus pies golpeaban contra el suelo, pero no cejé en mi empeño. Finalmente, escuché unos estertores agónicos y unos minutos después, silencio absoluto. Permanecí un rato si querer girarme, desconectado totalmente del mundo, hasta que unos gemidos que provenían del televisor me devolvieron a la realidad. Cuando por fin me atreví a mirar al sacerdote, lo descubrí en una posición que me pareció graciosa, allí tirado, desnudo, con los ojos muy abiertos, la boca abierta y la lengua colgando por un lado. Las manos estaban atrapadas bajo el cinturón que le rodeaba el cuello y éste se había introducido tan profundamente bajo la piel, justo debajo de la barbilla, que apenas se veía. Parecía la típica caricatura de un ahogado que se ve en los tebeos.

Salí de la vivienda por donde había entrado y me marché a mi casa. Durante semanas estuve esperando que la policía viniese a buscarme, pero no pasó nada. Supe por mi madre que el cura había muerto en su casa de un infarto, mientras rezaba, y que se le hizo un entierro con los máximos honores que se le pueden hacer a un cura de pueblo. El funeral lo presidió el propio obispo.

Muchos años después, cuando me interrogaban en una comisaría de Madrid por un ajuste de cuentas que querían cargarme y del que no tenían pruebas, un comisario me sacó aquella muerte a relucir. Me dijo que, la escena del crimen fue tan tremenda y tan perjudicial para la Iglesia, que se dio la orden de olvidarse del asesinato y dejarlo todo como una muerte natural, pero que él sabía perfectamente que el asesino era yo. Afortunadamente, ya estábamos en democracia y me pude acoger a mi derecho de no declarar, permaneciendo con la boca cerrada todo el tiempo. A los dos días me pusieron en libertad, pero en la calle me estaba esperando el mismo policía del interrogatorio. Me llamó asesino de curas, hereje, anarquista y mil cosas más. Yo, mirándole a los ojos, le dije:

-- Señor comisario, no remueva la mierda, que luego huele. Algunos de los niños que violó ese cura ya son mayores de edad y pueden hablar de lo ocurrido. Y espero que así lo hagan ¿O se cree que no vi la pornografía infantil en casa del cura y no sé que es lo que le ponía al tiparraco? El tiempo de los abusos de los poderosos se está acabando, y solo hacen falta algunas chispas para que esto explote de una vez y ustedes, los señoritos de siempre, se vayan al carajo.

El tipo se giró y se marchó sin decirme nada más. Yo estaba seguro que no se atrevería a romper la orden de silencio dada desde las alturas, nunca mejor dicho, y así se puso punto y final a una historia aberrante en todos los sentidos. El cura enterrado casi como un santo, Eva como si fuese una apestada por haberse suicidado y yo con mierda hasta el cuello. Pero para sobrevivir en mi mundo hay que saber nadar, aunque sea en un fosa séptica.

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