El entierro

Author Luis Garcia Reading time 5 minutes

Aquel no era el mejor escenario para un entierro, pero quizás sí el más adecuado. Un cielo negro derramaba un agua sucia sobre nosotros; lágrimas de algún dios rabioso que lloraba su muerte al igual que yo. Daríamos sepultura a su cuerpo y, al igual que a los asistentes, ese lúgubre acto hizo llorar al mismísimo cielo.

Los pocos presentes en el funeral nos apiñábamos alrededor de la fosa, tratando de protegernos con nuestros paraguas negros. Los trajes, empapados, también eran negros. Visto desde el aire, el ataúd estaba rodeado por un círculo de negritud y silencio.

Silencio que fue roto por la oración del sacerdote, dicha en un latín que nadie entendía y que sonaba a rutina y hastío. Todos mirábamos hacia el suelo. A nuestros zapatos negros. Sobre el ataúd, una sola corona de flores. Mojada, ahogada por la lluvia; casi deshecha. Era como si el único color de aquella triste escena no pudiera sobrevivir en aquel lugar, porque todo debería de ser negro. Negro el cielo, negra la tierra, negro el ataúd. Lluvia negra y un negro pesar apoderándose de nuestros corazones.

Momentos antes, en el velatorio, el ataúd estuvo abierto. Allí expuesto, en la semi oscuridad de una pequeña habitación, la única luz eran los cuatro velones que lo custodiaban, y el vestido blanco de la difunta. Vestida como una novia, con los labios rojos y la palidez de la muerte, aquella mujer, a la que yo había amado toda mi vida, estaba más bella que nunca. Irradiaba luz blanca, luz pura. La miré y quise saltar dentro del féretro, para besarla, para abrazarla... ¡Para llevármela conmigo! Aquella caja de madera parecía sólo retenerla momentáneamente. Era imposible que allí pasase toda la eternidad. ¡Imposible! Aquel ser angelical no podría estar aprisionado por unas burdas tablas.

Cuando colocaron la tapa de la caja mortuoria, la luz desapareció. No solo de aquella habitación, sino de mi vida.

Después, bajo aquella lluvia, apretados unos contra otros, contemplando un paisaje de zapatos negros, sentí que mi alma también ennegrecía. ¿Qué sería de mi vida sin aquella mujer? ¿Podría seguir yo solo a partir de ahora?

Con un fuerte dolor en mi corazón, traté de coger aire y levanté la cabeza. Miré al frente, tras el cura, al pequeño sembrado de lápidas antiguas que poblaban aquel cementerio. Y entre aquellas piedras sepulcrales creí ver algo luminoso. El agua caía en mis ojos y me impedía ver con claridad, pero aseguraría que había visto... ¡No! ¡No podía ser!

Algunas personas me acompañaron a casa después del entierro. Llenaron el salón de ruidos y ecos y se sentaron a mi alrededor. A media que pasaba el tiempo cada vez quedaban menos. Mi silencio les iba expulsado, poco a poco. Llegó un momento en que me di cuenta de que estaba solo. Solo con mi dolor y mis lúgubres pensamientos. ¿Qué fue lo que había visto en el cementerio? ¿Por qué terrible pecado habría sido castigada mi amada a aquel destierro del paraíso para vagar como un alma en pena? ¡Pero si yo no había visto nada! ¡Todo era fruto del anhelo y la nostalgia de un amor ahora muerto!

Al cabo de mucho tiempo, traté de levantarme. Debería de irme a dormir, pero mis pies no me obedecían. Entre aquellas paredes faltaba la vida y yo no quería recorrer un mundo desierto: Los ruidos de la cocina, su canturreo, sus pasitos por los pasillos... Aquella casa era ella, y ya no estaba. En su ausencia, yo no podía vivir en aquel mauseolo en el que se había convertido lo que ayer mismo era un hogar. Cerré los ojos. Y lloré.

Pero de repente escuché algo. Sus pasos en el piso superior. Sí, eran los suyos, los recordaba perfectamente abriendo y cerrando las puertas, moviendo ropa de cama de un lugar a otro, ordenando la casa, recolocando los muebles... Llevaba toda la vida escuchándolos y no me cabía duda. ¡Eran sus pasos!

Corrí escaleras arriba, entré y salí de todas las habitaciones, grité incluso su nombre... pero allí no había nadie. Todo volvió a permanecer en un silencio sepulcral. Desesperado, metí mi cara entre las manos, y lloré. Con todas mis fuerzas lloré como un niño. Cuando los sollozos disminuyeron, levanté la mirada, y sí, la vi. Por una milésima de segundo estaba allí, frente a mí. Con su vestido de novia blanco, con su pelo suelto. Parecía flotar y luego, de repente, se desvaneció.


Esto sigue, ahora viene lo mejor.

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