El herbolario

El herbolario

  • mdo  Isaac Thornell
  •   Relatos
  •   Junio 19, 2025

El herbolario

Juan era el herbolario del pueblo. Cada mañana salía a pasear por el campo buscando las hierbas y plantas que necesitaba para la confección de sus pócimas. Le gustaba experimentar con plantas de todo tipo, y prefería las más difíciles de encontrar en la comarca, por lo que solía adentrarse en lo más profundo del bosque en su búsqueda. Constantemente buscaba nuevos especímenes para tratar de descubrir propiedades curativas más eficientes. Era una labor intensa y complicada, pues ya pocas plantas podían sorprenderle. Las conocía todas, y sabía sus virtudes y defectos de memoria, aunque eso no le desmoralizaba. Siempre esperaba encontrar algo único.

Un día, entre las raíces de un viejo roble, en el corazón del bosque que rodeaba su aldea, descubrió un hongo extraño. Era de color azul intenso, y la poca luz que le llegaba a través de las ramas se reflejaba de una forma extraña, pues daba la impresión de que emitía más luz de la que recibía. Parecía algo mágico. Además, era la primera seta que veía de aquel tipo, por lo que decidió recogerla y llevársela a casa, no sin antes buscar por los alrededores del hallazgo otros especímenes similares, pero no halló ninguno. Juan había descubierto un hongo nuevo y por el momento, único.

Nada más llegar a su casa buscó una maceta y plantó la seta, con la esperanza de que se reprodujera. La regó con cariño y le proporcionó tierra mezclada con estiércol de caballo, colocándola en un lugar donde la luz no incidiera directamente. En aquella semi oscuridad, parecía brillar, aunque no producía sombras. ¡Era muy extraño! Pero fueron pasando los días y no ocurría nada. Juan había probado a alimentar aquella seta luminosa con todo lo que se le ocurrió, sin resultado.

Desesperado, tomó la decisión de no dejar pasar más tiempo y comenzar a experimentar con el espécimen que tenía, tomando muestras de su tejido, aún a riesgo de perder, con las pruebas, aquel raro hongo. Pero al contemplarlo de cerca, sintió que la intensidad de la luz que desprendía aquella seta aumentaba, como queriendo defenderse de la agresión que iba a sufrir. Juan se quedó extasiado. Al acercar las tijeras con las que pretendía cortar un trozo del sombrero para analizarlo, la intensidad aumentó de nuevo. Ahora parecía una lámpara mágica, desprendiendo una luz blanca muy intensa, dentro de la cual, la mirada del herbolario se perdió...

Al principio solo veía luz blanca, intensa. Un túnel iluminado que le envolvió, de tal modo, que creyó estar dentro de él. Al fondo, dos siluetas se acercaban lentamente. A medida que iban aumentando en tamaño, creyó reconocerlas. \"¡Sí, son ellas!\", pensó, viendo como llegaban frente a él su esposa y su hija, fallecidas hacía tiempo.

--¡Juan, cariño! --dijo su mujer--. No sufras por nosotras, estamos bien. Tú no tuviste la culpa de nuestra muerte. Hiciste todo lo que pudiste, no te tortures más por ello. ¡Te queremos! Y además, te vamos a ofrecer una medicina que curará todos los males que encuentres a partir de ahora. Solamente tienes que hacer una infusión con las setas que crezcan de esta. ¡Nunca cortes la que has encontrado, solo las que ella produzca! Y recuerda que su sustancia, hoy la crea el amor. ¡Nunca olvides esto!

Juan comenzó a llorar. Volvió a recordar el tiempo de la epidemia, hacía ya cinco años. Muchas personas enfermaron misteriosamente, padeciendo unas fuertes fiebres que poco a poco iban agotando su energía vital, hasta que se las llevaba la muerte. Él, desesperado, trató con sus pócimas a todos los enfermos, salvando a muchas personas. Pero a pesar de sus esfuerzos, otras murieron, entre ellas su hija y su esposa. La sensación de culpa que había sentido por no ser capaz de salvar a su familia le había atormentado desde entonces, y ahora, en su presencia, viendo aquellos rostros que irradiaban paz y serenidad, supo que estaba perdonado. Su dolor comenzó a disolverse, como el vapor que salía de sus probetas, que ascendía lentamente hacia el cielo a la vez que iba desapareciendo, dejando al final solamente una huella de humedad como recuerdo de su presencia; así se sintió él, elevándose hacia arriba, sintiendo un enorme alivio al ver aquellas caras tan amadas felices y agradecidas. Sus lágrimas resbalaron por las mejillas y cayeron sobre el hongo, que inmediatamente apagó su luz, dejando, a la vez, a Juan semiinconsciente.

Cuando Juan abrió los ojos, se descubrió tirado en el suelo. Tardo un instante en comprender cómo había llegado hasta allí. Se levantó lentamente, muy mareado. Tras sentarse en una silla, trató de aclarar qué era lo que había ocurrido. No era capaz de racionalizar la visión que había tenido, si es que había sido una visión. Miró a la seta y brillaba como siempre, con esa luz misteriosa que parecía provenir de otro mundo, de otra dimensión. Por un momento sintió miedo, pero enseguida una idea acudió a su cabeza.

--¡Seguramente esta planta es alucinógena!--dijo en voz alta--. Habré respirado sus esporas al acercarme y me he intoxicado. ¡Menos mal que no es una planta venenosa!

Con estas palabras trató de aliviar su miedo a lo sobrenatural y se sintió más seguro y tranquilo, aunque en el fondo, sabía que aquello no había sido una alucinación. La alegría que lo invadía no se debía a un mal sueño por causa de un envenenamiento, sino a algo mágico. No dudada de que había visto a sus seres queridos, de que le habían hablado y de que se sentía muy feliz por ello. ¡Aquello no podía ser solamente fruto de una alucinación!

Al incorporarse y acercarse a la mesa, descubrió, sorprendido, que junto a la seta que pretendía estudiar, habían aparecido otras tres, más pequeñas, pero con la misma luz extraña que la original.

Al día siguiente, Juan fue a la iglesia. Quería dar gracias a Dios por el descubrimiento del hongo y por la visita de su familia. Sentado en el banco delantero, solo en el templo, sonreía como un niño feliz porque le habían regalado una tarta de chocolate. El cura, que lo vio desde la sacristía, sintió curiosidad, pues las pocas veces que Juan iba a la iglesia, estaba siempre con una expresión triste, y aquella mañana sonreía como hacía muchos años que no le veía sonreír.

Al preguntarle, Juan no pudo evitar contar todo lo que le había ocurrido desde que encontró el hongo extraño. El cura, tras escuchar el relato, se quedó un momento pensativo. --Si realmente había algo sobrenatural en todo lo ocurrido, debía de denunciarlo a la Inquisición-- se dijo a sí mismo. Pero por otro lado, comprendía que Juan había sufrido mucho y que quizás todo aquello no había sido más que un truco de su imaginación para abandonar definitivamente ese dolor que le quemaba el alma; y eso era bueno. Aunque no podía permitir que llegase a creer en setas mágicas ni en espíritus venidos del más allá, por lo que decidió sacarle de su engaño con una prueba.

--Juan, hijo mío --le dijo--. La señora Ana está muy enferma. Ya es muy mayor y nadie duda de que está viviendo sus ultimas horas. Ha perdido la cabeza y no conoce a nadie, ni siquiera a su familia. Todos la dan ya por muerta, pero si tu seta pudiese curarla, cosa que siendo mágica, como dices, no sería extraño, su familia te lo agradecería.

Juan fue a su casa y recogió una de las pequeñas setas que habían nacido la noche anterior y se fue a casa de la señora Ana. En ella ya le esperaba el cura, acompañado de los hijos de Ana, a los que el sacerdote había puesto en antecedentes. Juan, tranquilo, pensando en lo que le había dicho su esposa, coció la seta, la filtró y se la dio a beber a la anciana. Inmediatamente la expresión de su cara cambió. Pasó en un segundo de estar arrugada y con la mirada perdida, a estirarse la piel e iluminarse sus ojos. Había rejuvenecido diez años, al menos. Miró alrededor y llamó a sus hijos por sus nombres.

---¡Enrique, María, Josefina, hijos míos! Me habéis cuidado con mucho cariño. Os lo agradezco, pero ya me encuentro mucho mejor. De hecho, quiero levantarme de esta cama donde llevo postrada tanto tiempo.

--¡Milagro, milagro! --gritaban sus hijos--. ¡Juan, has devuelvo la vida a nuestra madre, muchas gracias!

Juan, excitado, se acercó al cura y comenzó a hablarle precipitadamente:

--¡Don Nicanor, ésta es la medicina que llevo toda mi vida buscando! ¿Se da usted cuenta? Podré curar todas las enfermedades del pueblo. ¡Qué digo del pueblo! ¡De toda la comarca! Y con el tiempo, del país o incluso del mundo. ¡Este va a ser el descubrimiento más grande que ha hecho la humanidad!

Juan saltaba de alegría. Se abrazaba con los hijos de Ana y bailaba recorriendo todo el salón. Pero don Nicanor pensaba que aquello era imposible. --¡Tiene que ser una casualidad!-- se dijo.

Todo parecía ser producto de un milagro, pero reflexionando el cura sobre lo sucedido, llegó a la conclusión de que en ningún momento se había mencionado a Dios ni a nada sagrado, ni en la visión de Juan ni a la hora de confeccionar la pócima. En todo el proceso, nada señalaba la presencia de Dios. ¡Eso significaba que el demonio estaba detrás!

--¡Esto ha sido magia¡ ¡Magia oscura! --gritó--. Aunque antes de denunciarte, Juan, quiero ver otra demostración. Vamos a visitar a otra persona enferma a ver qué ocurre. ¡Enrique! Vete a buscar a los alguaciles y que vayan inmediatamente a la casa de Juan, donde les esperaremos todos. ¡Esto se va a aclarar!

Llegados a la casa, el cura obligó a Juan a que hiciese otra pócima, prestando mucha atención en su confección. Así llegó a la conclusión de que el procedimiento era muy sencillo: Recoger una de aquellas extrañas setas luminosas y cocerla, nada más. En la maceta donde estaban sembrados los hongos quedaba una seta grande y una pequeña. Cuando don Nicanor quiso arrancar la mayor, Juan se lo impidió.

--¡La grande no debe de arrancarse nunca! Es la que produce las demás. Sin ella, la medicina se acaba para siempre, pues no hay más setas como esta.

El sacerdote entonces arrancó la pequeña y se la guardó en su faltriquera. Cuando llegaron los alguaciles, le entregó la maceta a uno de ellos, para que la custodiase hasta que él le dijera lo que hacer con ella.

De allí se dirigieron todos a una casa de las afueras de la aldea, donde un joven había cogido unas fiebres pestilentes que le estaban matando. El cura entró con decisión, se dirigió a la habitación donde dormía la familia y le dio de beber la pócima al chico que reposaba en la cama. Su cara, sudorosa y llena de manchas, inmediatamente se limpió, como por arte de magia, y el joven, tras unos segundos de dudas, sonrió. La fiebre había desparecido completamente.


Habían pasado varios días desde la mañana de las curaciones. Don Nicanor había ordenado la detención de Juan en la misma casa de las afueras y desde entonces estaba detenido en una de sus prisiones secretas de la Inquisición. Nada se sabía de él. Pero toda la aldea hablaba de los milagros de curación.

El sacerdote había sido convocado por Fray Tomás de Villaclara, un dominico que ostentaba el cargo de Inquisidor de la región y que se había desplazado hasta la aldea para investigar los milagros. El fraile quería saber, de forma privada y sin que constase en el proceso, qué era lo que había ocurrido. Cuando don Nicanor le puso al corriente de todos los hechos, el inquisidor se quedó en silencio, meditando.

--Entonces, me dice usted, don Nicanor, que las curas han sido reales, que esas setas son mágicas realmente --dijo al rato.

--¡Así es, Señoría! Y parece que los enfermos han mejorado aún más en estos días.

--¿El herbólogo es religioso? --preguntó el fraile--. Los que se dedican a esas cosas suelen creer poco en Dios.

--Sí, por supuesto --respondió el cura--. Aunque desde que murieron su mujer y su hija había dejado de asistir a la Iglesia. Pero es un hombre que siempre se ha sacrificado por el bien de la comunidad, siempre ha ofrecido todo lo que tiene a los demás y ha curado a muchísima gente. Todo el mundo le aprecia.

--Parece que fuera un santo. ¿Es hombre pecador?

--No señoría. Aunque está obsesionado con su trabajo, al que dedica día y noche. Por eso sospeché de él. Puede que se dedique a la alquimia, y eso me motivó a denunciarlo.

--¿Alquimia? ¿quiere decir que la piedra filosofal podría ser una seta? --gritó Fray Tomás--. Aunque si esas setas fuesen realmente milagrosas, quizás estuviésemos ante un enviado del cielo, y no ante un seguidor de Satanás --dijo el inquisidor, mirando al suelo--. ¿Usted qué opina?

--Podría ser, Señoría. La verdad es que no se le conocen malos actos a Juan. Solamente esa obsesión suya por las plantas y las pócimas.

Fray Tomás se quedó un rato pensando, dándole vueltas en su cabeza a todos los datos que le había facilitado el cura. De repente gritó:

--\"Porque se levantarán falsos Cristos y falsos profetas, y harán grandes señales y prodigios, de tal manera que engañarán, si fuere posible, aún a los escogidos\". Mateo 24,24. Señor mío, ese hombre le ha engañado. Usted es víctima de sus manejos diabólicos.

--Pero Señoría, la cura es real. Aún queda una de las setas en mi poder para demostrárselo. Podemos experimentar una vez más y comprobar que todo es verdad --dijo don Nicanor, sacando de su faltriquera la seta y dándosela al inquisidor--. Además, la seta madre, de donde proceden las que han realizado los milagros, está en mi poder.

El dominico mandó al cura a buscar la maceta. Mientras esperaba, preparó una infusión con la seta pequeña que le había entregado. Sentía desde hacía unas semanas un fuerte dolor en su espalda, y quería experimentar en su propio cuerpo la curación milagrosa. Nada más bebersela, el dolor desapareció; pero no solo eso, sino que sintió como su espalda se estiraba y fortalecía. Ahora se sentía sano y más joven, como si tuviera diez años menos.

Cuando llegó el cura con la maceta, el fraile llamó a un alguacil y tras susurrarle algo al oído, éste se llevó a rastras al sacerdote, que protestaba y gritaba. Con la maceta en su poder, el inquisidor se retiró a sus aposentos, dispuesto a estudiar detenidamente aquella seta.

Enseguida se dio cuenta de que cuando acercaba su cara al hongo, aumentaba su luminosidad. Era como si le invitase a continuar experimentando, por lo que decidió cortar la seta y cocerla. Igual, pensó, una segunda toma haciendo el brebaje con la seta madre aumentaba su poder aún más, y de esa forma podría quitarse muchos más años, rejuvenecer, o quién sabe, incluso conseguir la inmortalidad, si es que aquella era la auténtica piedra filosofal. Lo mejor, se dijo, era ir al origen de todo aquello, y cocer la seta original. Ir más allá de lo que había conseguido el tonto del herbolario, que quería la planta para curar al mundo. ¡Eso era algo excesivo! No había pensando en nada más. No había tenido en cuenta otras posibilidades. Pero la inmortalidad estaba ahí, al alcance de la mano, y no se podía compartir. ¡Tenía que ser sólo para él! Para ser Dios hay que ser único. Estaba cansado de condenar a ignorantes aldeanos por supercherías para lograr la sumisión de sus allegados. Cansado de recorrer aquellos caminos en pos de brujas de pacotilla para que obispos y cardenales siguiesen viviendo como príncipes en sus palacios. La Iglesia imponía miedo, y él, siendo inmortal, también podría hacerlo. Sin más subordinaciones; sin más servilismos. Ni a sus superiores ni a Dios. Él odiaba a Dios porque había creado seres humanos imperfectos. Ahora podría ver cómo terminaba esta loca creación. Como el mundo se destruía y reinaba nuevamente el caos. Y él sobreviviría a todo...

Pero al acercar las tijeras a la seta, la luz que emanaba de ella aumentó su intensidad hasta tal punto que se iluminó toda la sala y Fray Tomás se vio envuelto en un túnel interminable de luz blanca. A lo lejos vio como unas sombras se acercaban. Recordando el relato del cura, pensó que llegaban sus seres queridos, pero se equivocó. Lo que se acercaba era un ejercito de diablos, almas condenadas y ángeles caídos. El fraile, aterrorizado, quiso salir de allí, huir, pero no podía moverse. Aquellos seres terribles enseguida comenzaron a lacerar su cuerpo con lanzas y arpones, torturándole a la vez que gritaban y reían. De entre todo aquel escándalo, una voz se impuso a las demás:

--Tu egoísmo nos ha mostrado el camino hacia éste mundo. Hoy, tú y los tuyos lloraréis lágrimas de sangre.

Inmediatamente el dominico comenzó a expulsar sangre por sus ojos. La seta se empapó de ella y el fraile cayó al suelo. Su boca también sangraba abundantemente.

Cuando los sirvientes encontraron a Fray Tomas, vieron las señales de la peste negra en su cuerpo y salieron corriendo. Al día siguiente esas señales estaban en los cuerpos de casi todos los habitantes de la aldea. La gente culpaba al dominico de haber traído la enfermedad, de haberles condenado a la muerte. Solo Juan sabía de dónde provenía. Pero no dijo nada.

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