El Penitente del Cristo Negro

La noche cubría Cáceres con un manto de nubes bajas y susurros antiguos. Era Miércoles Santo, y en la Plaza de Santa María apenas se oía más que el golpe sordo del timbal y el gemido de la esquila.
El Cristo Negro, severo y eterno, avanzaba sobre los hombros de los penitentes. Su rostro, ennegrecido por siglos de fe y misterio, parecía mirar más allá del tiempo.

Entre la hilera de figuras encapuchadas marchaba un hombre anónimo, con el alma cargada de culpas que ningún confesor había logrado aliviar. Su paso era incierto, y cada repique de la esquila le pesaba como una sentencia.

En una esquina oscura, cuando el cortejo cruzaba hacia la Cuesta de la Compañía, el penitente tropezó y cayó de rodillas ante el Cristo. La ciudad entera pareció contener el aliento. El hombre, sin fuerzas para levantarse, alzó la mirada desesperada hacia la cruz.
No pidió palabras. No pidió milagros. Solo cerró los ojos y, en un susurro quebrado, dejó escapar el arrepentimiento que lo ahogaba.

Fue entonces cuando sintió una mano invisible —firme, callada— levantar su espíritu. No hubo rayos en el cielo, ni coros de ángeles; solo un susurro de viento que acarició la piedra antigua y el silencio que se hizo aún más profundo.

El penitente se puso en pie, liviano como nunca en su vida. Supo, en su interior, que había sido perdonado.
Desde aquella noche, su vida cambió: fue un hombre nuevo, y su historia se propagó entre los muros centenarios como un eco de esperanza para los corazones culpables.

Y aún hoy, cuando el Cristo Negro recorre las calles durmientes de Cáceres, se dice que quien cae de rodillas ante Él, si su fe es verdadera, será levantado por una fuerza que no es de este mundo.

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