La noche había caído pesadamente sobre los tejados de la antigua mansión. La luna, oculta tras una espesa capa de nubes, arrojaba una débil claridad que apenas iluminaba las formas fantasmagóricas de los árboles en el jardín. El viento, gélido y cargado de presagios oscuros, hacía que las ramas desnudas golpearan las ventanas como dedos huesudos que intentaban entrar.
Dentro, solo el sonido de mis pasos quebraba el silencio. La mansión, que una vez había vibrado con vida y alegría, ahora yacía tan vacía como mi corazón. Ella ya no estaba. Mi amada, mi luz, había sucumbido a la fría mano de la muerte, y con su partida, la casa se convirtió en un mausoleo de recuerdos torturados.
Su nombre era Helena, y su belleza era etérea, tan delicada como el tenue brillo de una vela a punto de extinguirse. Siempre había algo de la muerte en su mirada, un misterio oscuro que me cautivó desde el primer día. Sus ojos, de un azul profundo, parecían ocultar secretos que ningún mortal debía conocer. Durante años compartimos risas, caricias y susurros, pero siempre sentí que una sombra se cernía sobre ella, esperando el momento adecuado para reclamarla.
Ayer por la noche, ese momento llegó.
Helena había caído en un profundo sueño del cual no despertó. Sus labios, antes rojos y cálidos, se tornaron pálidos como el mármol. Sentí cómo la vida se desvanecía de su cuerpo mientras la sujetaba en mis brazos, impotente. La muerte se la llevó sin ruido, sin previo aviso, como el suave susurro de la brisa que apaga la llama de una vela. Solo quedó su cuerpo, frío, inerte, y yo, desolado.
Pasé horas junto a ella, observando su pálido rostro, esperando que, en algún giro de la fortuna, su pecho volviera a elevarse, aunque solo fuera por un segundo más. Pero la muerte no es generosa.
Esta noche, como tantas otras desde su partida, vagué por la mansión. Las sombras parecían alargarse y murmurar su nombre, como si la casa misma se burlara de mi pérdida. Llegué a la sala principal, donde un retrato suyo colgaba majestuoso sobre la chimenea apagada. Sus ojos me observaban desde el cuadro con la misma intensidad con la que lo hacían en vida, pero esta vez, algo era diferente.
De repente, una niebla comenzó a filtrarse por debajo de la puerta. Era densa, helada, y traía consigo un aroma familiar: el perfume que Helena solía usar. Mi corazón dio un vuelco. Podía sentir su presencia, tan tangible como el dolor que me carcomía. La niebla comenzó a tomar forma. Y entonces la vi.
Era Helena, tal como la recordaba. Pero no era ella. Su piel, antes suave y cálida, ahora parecía translúcida, y sus ojos, esos ojos que una vez me enamoraron, eran pozos vacíos, negros como la noche sin estrellas. Avanzó lentamente hacia mí, sus pies no tocaban el suelo, su figura flotaba en un silencio antinatural. El aire a su alrededor estaba cargado de una energía que me helaba la sangre.
—¿Helena? —mi voz se quebró, apenas un susurro.
Ella no respondió, pero sus labios se movieron en un gesto que me resultaba dolorosamente familiar. Supe entonces que no había descanso para los muertos, no mientras sus vivos amados los siguieran recordando. Había algo que no había terminado, algo que había atado su espíritu a este lugar.
La figura de Helena se detuvo a pocos pasos de mí, y en ese instante comprendí lo que debía hacer. Ella no me estaba llamando para que la siguiera, no buscaba llevarme con ella. Era mi culpa. Mi amor obsesivo, mi incapacidad de dejarla ir, la había condenado a vagar en este limbo sombrío.
Lentamente, bajé la cabeza, y con un último suspiro, pronuncié las palabras que me liberaron a mí... y a ella.
—Adiós, mi amor.
Al alzar la vista, la niebla se disipó y la figura de Helena se desvaneció junto con ella. La habitación quedó en completo silencio. Las sombras ya no susurraban, los árboles ya no golpeaban con violencia los ventanales.
Helena se había ido para siempre. Solo quedaba la fría compañía de la soledad, pero era mejor que verla atrapada entre la vida y la muerte.
El amanecer estaba cerca, pero no lo vería. Me desplomé en el suelo, exhausto, sabiendo que nunca volvería a sentir su presencia, y por primera vez desde su partida, sentí una oscura paz.
Fin.
Este trabajo está licenciado bajo una Licencia Creative Commons Atribución 4.0 Internacional.
Si tienes algún comentario, no dudes comunicarte conmigo en mi cuenta de Mastodon luisgarciareal@social.politicaconciencia.org.