La echadora de cartas
A sus cuarenta y cinco años de edad, Jorge vivía solo, sin familiares conocidos vivos, sin aficiones y perdido en un trabajo repetitivo y aburrido que solamente le permitía pagar las facturas más básicas y seguir enganchado al tormento de la rutina. Así llevaba penando desde los quince años, cuando, tras la muerte de sus padres en un trágico accidente de tráfico, abandonó su relajada y libertina vida de adolescente, que había trascurrido invadida por sueños felices en los que se convertía en un escritor famoso, para convertirse en el protagonista de una responsable vida de escribiente en una pequeña agencia de transportes. Esta nueva etapa estuvo siempre aderezada por las pesadillas recurrentes de sus padres ardiendo entre un amasijo de hierros retorcidos; condena que, según él, le fue impuesta por haber sido el único sobreviviente del accidente. Las finanzas de la empresa absorbieron sus sueños de libertad como el aspirador absorbe la rebeldía del polvo y así, mes tras mes, año tras año, la vida fue pasando ante sus ojos sin apenas darse cuenta. ``¡Búscate una novia!'' le decían sus compañeros de trabajo de vez en cuando, cada vez que lo veían quedándose a trabajar más horas mientras ellos se marchaban a casa. Y lo decían en un tono ya tan ritual, que parecía más una cantinela, por mil veces repetida, que un verdadero consejo. Cantinela que Jorge ya ni siquiera escuchaba o que a lo sumo le hacía recordar sus sueños adolescentes, en los que solamente pensaba en escribir sobre el amor. Y entonces recordaba todo lo que leyó y escribió de joven, hasta que se quedó medio ciego y cómo había participado en cientos de concursos literarios, buscando un reconocimiento público, de los que no recibió nada más que escasas notas de agradecimiento. Recordaba como la ilusión por la la literatura, por el arte, por el amor incipiente de juventud... ¡por la vida!, poco a poco fue desapareciendo, ahogadas sus ilusiones bajo el peso de la realidad, que le imponía horas y horas de trabajo a cambio de poder comer cada día. ¡Sí, a sus 45 años, Jorge estaba cansado de vivir!
A Jorge, cuando era más joven, le aconsejaron sus vecinos en repetidas ocasiones que acudiera a un psicólogo, pues desde que ocurrió lo del accidente, sufría grandes depresiones que le mantenían durante largos periodos incomunicado en su casa. En sus peores momentos, le había dado por encerrar en jaulas de alambre a indefensos gatos que cazaba por el barrio y después, pegarles fuego. Se quedaba mirando cómo los pobres animales gemían y se extasiaba con el olor del pelo chamuscado por la gasolina que utilizaba como combustible. Eso parecía aliviarle durante un tiempo. Pero los hechos se hicieron públicos por culpa de las continuas humaredas que llegaban hasta las escaleras y sus vecinos tuvieron miedo de que se produjese un incendio, por lo que le propusieron, de malos modos, que siguiese algún tipo de terapia o se verían obligados a denunciarle. Pero él siempre ignoró estos consejos. Sin embargo, cuando cumplió los veinticinco años de edad, abandonó tan temeraria afición con la misma facilidad como con la que la adquirió. Tiempo después, el asunto de los gatos quemados quedó en una anécdota que todos sus conocidos perdonaron por la edad y las circunstancias en que ocurrieron los hechos --¡Pobrecito, con lo que ha sufrido!--, dijeron las fuerzas vivas de la vecindad. Eso, junto a unas pastillitas recetadas por el médico de cabecera y al verificable aumento de la población gatuna en el barrio, cerraron definitivamente el caso.
Por eso, cuando Jorge sintió que la depresión volvía a atacarle, prefirió buscar alguna cura rápida y mágica en las ofertas de la prensa a visitar a un psicólogo, convencido de que la terapia requeriría rendir cuentas de un pasado pirómano que no quería remover. Volver a la caza y quema de gatos callejeros tampoco le pareció correcto, por lo que la única solución viable para él eran aquellos anuncios de la prensa donde se ofrecían remedios de todo tipo para los problema del alma.
Y de entre todos los anuncios que encontró que hablaban de auras, chacras, espíritus, ángeles, energías cósmicas y otras maravillas de la naturaleza, le llamó especialmente la atención el de una tarotista. Según el anuncio, la ciencia del tarot que practicaba, original de los antiguos egipcios y transmitida en secreto de generación en generación, era la solución a todos los problemas de la vida. Jorge no dudó ni por un momento que el suyo estaba incluido en ese extenso lote de soluciones. Y la certeza de una ciencia secreta egipcia era la mejor garantía de fiabilidad que esta señora podía ofrecer.
Al día siguiente Jorge se presentó en la consulta de la echadora de cartas. El sitio, ubicado en uno de los barrios obreros de la ciudad, no era más que la salita de estar de un pequeño piso. A pesar de ello, Jorge no dejó escapar los detalles que indicaban que se encontraba en un ``lugar de poder'', donde las energías del universo fluían a favor de los allí presentes. La decoración de la habitación daba sutiles pistas de la potencia espiritual de su inquilina. El salón, casi en penumbras debido a una gruesa cortina que tapaba la única ventana existente, estaba escasamente iluminado por unas cuantas velas colocadas de forma estratégica en los cuatro rincones, así como por una lamparita que iluminaba el espacio ocupado por una mesa camilla colocada en el centro. Presidía la habitación una imagen de la virgen de los desamparados, de unos 30 centímetros de altura, colocada sobre un pequeño altar levantado sobre un viejo aparador, apoyado sobre la pared del fondo y cubierto de manteles de ganchillo y velas. La mirada de la imagen, hipnótica debido a la danza que las llamas de la velas puestas a sus pies interpretaban, moviendo luces y sombras por su rostro y dotando a sus ojos de un fantasmagórico brillo y movimiento que, realmente, no poseían, parecía vigilar el lugar. Las paredes estaban llenas de cuadros de santos con todas sus esquinas tapadas por estampitas de rostros ascéticos, barbudos y consumidos, que miraban a Jorge desde otro tiempo.
Antes de que pudiese fijarse en algún detalle totémico más de los muchos que poblaban el salón, hizo su entrada, por la puerta de la cocina, la tarotista. Era una señora bajita, de no más de metro y medio. Llevaba puesta una túnica azul que ondulaba a cada pasito que daba, haciendo titilar las velas del rincón más próximo y dejando ver unos pies descalzos con unas largas uñas pintadas de negro. El rostro estaba arrugado, en concordancia con los más de 80 años que Jorge calculó que era su edad. El pelo, largo, revuelto y canoso, estaba sujetado por una gran diadema que parecía de plata, aunque a la luz de las velas el brillo que reflejaba era tan mate como los falsos cromados de un juguete de plástico. Se plantó frente a Jorge, lo miró con unos ojos glaucos durante unos segundos que se hicieron eternos y a continuación adelantó su mano derecha. Jorge la estrechó como si estuviese saludando al mismísimo Rey del Rock tras haber sido descubierto en una de sus apariciones \emph{post-mortem}. Estaba alucinado, a la vez que impresionado por el porte y majestuosidad que él creía ver en aquella mujer.
--¿Es usted Jorge, verdad? --preguntó con una voz tan aguda que a Jorge se le puso el vello de punta--. Siéntese, por favor --y le indicó una de las dos únicas sillas colocadas junto a la mesa camilla.
Jorge tomó asiento frente a la anciana. Entre ellos, había una mazo de cartas grandes. La luz de la lamparita, débil, remarcaba las sombras de todas sus arrugas. La tarotista cogió las cartas y comenzó a barajar.
--¿Qué es lo que le interesa saber, Jorge? --preguntó entremezclando aún las cartas, como si la respuesta fuese la señal para detenerse.
--¡Quiero saber cómo ser feliz! --soltó a bocajarro. Se hizo un silencio largo. La mujer abrió los ojos mientras continuaba barajando. Su cara, por un instante, reflejó una sonrisa sarcástica, aunque Jorge no se dio cuenta. Después, muy lentamente, comenzó a extender las cartas sobre la mesa. La primera que colocó mostraba la imagen de un señor vestido con minifalda, que sobre su hombro derecho llevaba un hatillo y en su mano izquierda una flor. Caminaba hacia un barranco acompañado de un perro blanco.
--¡El Loco! --gritó con su voz de pito la mujer, dando un respingo Jorge, tan grande, que casi se cae de la silla.
--¿Y eso es malo? --preguntó asustado.
--El Loco es carencia de sentido común. Fuerza de voluntad. El espíritu en busca de experiencia. Audacia, extravagancia. Negligencia, poca reflexión --. La mujer soltó toda la parrafada con un tono de voz tan neutro, que parecía haber sido obligada a recitar las ofertas del mes del supermercado del barrio. Jorge la miró con cara de bobo.
--¿Y todo esto qué significa?
--¡Aún faltan más cartas! sigamos --y lanzó enseguida otra carta sobre la mesa. En esta ocasión apareció la imagen de un señor con piel roja y dos cuernos de macho cabrío en su cabeza, al igual que dos patas de cabra por piernas, sentado en un trono coronado por una estrella de cinco puntas, teniendo encadenadas a dos mujeres desnudas, cada una a uno de sus lados.
--¡El diablo! Representa al destino, que puede ser bueno o malo, según se mire. También es poder de seducción, impulso ciego, tentación, obsesión. Desviación sexual. Un estado mental confuso. Las pasiones carnales descontroladas.
Jorge estaba tan embobado como con la primera carta. No sabía que responder.
--¿Por qué no termina de echar todas las cartas y después me resume lo que dicen? Creo que así será mejor --soltó de repente. La mujer arrugó la frente y apretó los labios. Miró las cartas y tras unos instantes de duda, comenzó a colocarlas sobre la mesa.
--Como veo que no quiere perder el tiempo en tecnicismos, le haré un rápido resumen de lo que dicen sus cartas: Usted lleva una vida de fracasos. Es un incomprendido. La carta de la sacerdotisa frente a la del ermitaño me dicen que anhela y suspira por una meta en su vida a la que no puede llegar. Esta meta está relacionada con la sabiduría. Puede que yo pueda ayudarle en ello, pero eso es otro asunto. La carta de la torre invertida me indica que usted está pasando por una gran confusión mental y que busca salir de ella, escapar desesperadamente, pero esa salida, con el loco y el diablo de por medio, puede que no sea la mejor solución. ¿Es así?
Jorge miró a la señora con un brillo en sus ojos. Pensó que estaba recibiendo parte de las respuestas que había buscado y por el momento, le satisfacían.
--¿Le gustaría recibir orientación de sus padres? --preguntó la mujer tras unos instantes de permanecer en silencio, con un tono sibilino que anunciaba una aventura fantástica y estremecedora a la vez.
--¿Es posible? --respondió Jorge sin poder contener la emoción.
--Sí, es posible --dijo la anciana, mirándole fijamente a los ojos--, pero un poco caro.
--El poco dinero que tengo no lo quiero para nada más que para conseguir ser feliz --dijo Jorge con un entusiasmo que ni él mismo reconocía como suyo.
--Pues tráigalo mañana --replicó de repente la tarotista, con la misma rapidez con la que tira de la caña el pescador cuando nota que pican del anzuelo.
Al día siguiente estaba Jorge de nuevo en la salita en penumbras. Llevaba una bolsa de papel en sus manos y no dejaba de balancearse, nervioso, esperando la aparición de la señora. Cuando está llegó y se sentaron en la mesa, Jorge estaba impaciente por comenzar. La mujer cogió el mazo de cartas y fue poniéndolas boca abajo sobre el tapete, formando un círculo. Cuando lo completó, encendió un velón corto que tenía sobre un plato y lo colocó en el centro del círculo, apagando seguidamente la lamparita que los iluminaba. La escasa luz del velón solamente dejaba ver las cartas y las manos de la tarotista cuando las acercaba a estas. Poco o poco, descubrió la primera de las cartas.
--¡El diablo de nuevo! --dijo con sorpresa--. Alguien no quiere que usted entre en contacto con sus padres. Pero no se preocupe, continuemos.
Jorge estaba intranquilo, pero la anciana siguió con lo suyo y destapó otra carta. En esta ocasión apareció una figura de un hombre colgado por el pie derecho, teniendo la pierna izquierda doblada. Antes incluso de que terminase de depositarla en la mesa, sonó un fuerte golpe bajo el tapete. Jorge se asustó, pero la anciana parecía estar tranquila.
--¡Oiga señora --dijo Jorge--, esto no tiene gracia! Si ha dado usted ese golpe bajo la mesa, le ruego que deje de hacerlo. Me estoy asustando, y suelo perder el control cuando lo hago.
--¡Pero Jorge! ¡Ese golpe es prueba de la presencia de los espíritus, no debe usted asustarse! No se preocupe, que ya estoy yo aquí para controlar la situación.
Jorge no pareció muy convencido, y acercó su silla un poco más a la mesa, huyendo de las sombras que lo envolvían.
--La carta del colgado significa sabiduría, limitaciones auto impuestas y redención. Los espíritus nos avisan de que hay que tener cuidado si queremos continuar --dijo destapando otra carta. A la vez que la depositaba en el tapete, sonó un gemido largo y grave, como si un hombre estuviese agonizando. Parecía venir del mismísimo infierno. Jorge se levantó de un salto, pero no se atrevió a separarse de la luz. Muy asustado, miró de reojo la carta que había salido, vigilando a la vez la oscuridad que lo envolvía, tratando de descubrir el posible origen del ruido. Vio que la figura del naipe era un ángel que desde el cielo tocaba una trompeta y a sus pies, un grupo de hombres y mujeres desnudos, levantaban los brazos hacia él.
--¡El juicio! ¡Ha salido el juicio! --gritó la tarotista como poseída por el mismo demonio que había gemido de aquella manera. Jorge la miraba alucinado, con el corazón saliéndose por la boca, pensando que de un momento a otro algo terrible ocurriría--. ¡Anuncia la resurrección a una vida nueva!
--¿Y mis padres? --gritó Jorge, ya fuera de control--. ¿Han sido ellos los que han escogido estas cartas? ¡Es increible! ¡Todas están relacionadas con mis pesadillas!
--¡Es evidente que sí! Oigo como me hablan.
--¿Y qué me quieren decir? --preguntó Jorge angustiado. Se retorcía las manos y bizqueaba del ojo derecho. Estaba completamente aterrorizado.
--Ahora mismo me están hablando. Su madre dice: ``hijo, no te reprimas, vive la vida como tu siempre has querido''. ¿No le parece un mensaje interesante?
En ese momento Jorge se quedó en silencio, mirando fijamente a la anciana. Pareció tranquilizarse de golpe.
--El mensaje es claro --dijo Jorge, como si acabara de resolver un gran enigma, pensando en voz alta y sin mirar a la anciana--. Renaceré en una nueva vida donde seré feliz. Sí, ella, sus cartas, me han salvado. He visto la luz. Mis padres me lo dicen. Quieren que haga aquello que en lo más profundo de mi alma, deseo. ¡Por fin me han perdonado! Sabía que entenderían que no me pude controlar cuando quemé el coche con ellos dentro. ¡Es mi naturaleza, la auténtica! ¡Algo que no puedo reprimir! Y ahora, esta maravillosa señora me ha hecho renacer. ¡Lo dicen sus cartas!
Jorge se acercó a la mesa y sin decir nada, levantó una carta de las del círculo. Apareció ante él un rey sentado en su trono. ``El emperador'' decía el título del naipe. La anciana, que había escuchado hablar solo a Jorge, estaba asustada, pero pensó que lo más seguro era seguir interpretando su papel. ¡No podía perder el control de la situación!
--¡Ah! el emperador es una carta de poder, de imposición de la voluntad. Está claro que se confirma el mensaje de sus padres. ¡Haga su voluntad, Jorge!
--Y así haré --dijo Jorge en voz baja, colocando la bolsa de papel al centro de la mesa--. Ahora debo de pagarle por sus servicios, señora --. De la bolsa sacó un rollo de alambre, una botella de plástico y una pequeña videocámara que encendió y colocó a los pies de la virgen de los desamparados, enfocada hacia la mesa camilla. La anciana miró todos aquellos objetos sin comprender que estaba ocurriendo.
--¿Qué está haciendo? ¿Qué son todas esas cosas? Pensé que me pagaría ahora mismo --dijo con nerviosismo.
--Este es su pago. Ahora conocerá una nueva dimensión. ¡La mejor recompensa que puede recibir una persona como usted, dedicada en cuerpo y alma a la espiritualidad humana!
--¡Usted está loco! Si lo que intenta es asustarme, lo ha conseguido --dijo ella tratando de levantarse de su asiento, cosa que impidió Jorge sujetándola por los hombros.
--No señora, no quiero asustarla --dijo Jorge a la vez que desenrollaba el alambre --. Póngase cómoda y no se mueva.
--¡Si me está asustando por el truco de los ruidos, vale, lo reconozco, me lo merezco! ¡Tengo una grabadora debajo de la mesa con la que engaño a los clientes!
--Puede que usted controlase la grabadora, pero no puede controlar el destino que me han marcado las cartas. Ahí usted no pudo hacer ningún tipo de trampa.
--No, es verdad. Simplemente echo las cartas y me invento las cosas. Trato que tengan algo que ver con el cliente, pero nada más. ¡Es todo mentira! --gritó mientras Jorge rodeaba su pequeño cuerpo con el alambre y la dejaba inmovilizada a la silla.
--¡Ahora conocerá usted la verdad! --dijo a la vez que rociaba con la gasolina de la botella a la anciana. Después, sacando un encendedor del bolsillo, la prendió fuego. La anciana comenzó a gritar y cayó de espaldas al suelo, aún atada a la silla. Los alambres se clavaron en sus brazos y piernas, haciéndolos sangrar copiosamente. Jorge se colocó a su lado, mirando a la videocámara. Mientras posaba, pensó que aquellas imágenes serían el certificado de su renacer.