La ermita

Author Luis Garcia Reading time 8 minutes

La ermita

En lo profundo del Cañón del Río Lobos, donde el silencio parece eterno y las sombras juegan con la imaginación, se alza la antigua Ermita de San Bartolomé. Esta pequeña construcción de piedra, escondida entre los acantilados, es mucho más que un vestigio medieval. Durante siglos, ha sido testigo de extrañas presencias, de susurros perdidos en el viento y de la inquietante sensación de que, en ese rincón olvidado de Soria, el tiempo no sigue las mismas reglas.

La leyenda cuenta que los Caballeros Templarios construyeron la ermita en el siglo XII, eligiendo con precisión su ubicación, justo en el centro geométrico de la Península Ibérica. Desde el Cabo de Finisterre al oeste, hasta el Cabo de Creus al este, la ermita se encuentra alineada con misteriosas fuerzas invisibles, atrayendo a aquellos que buscan respuestas en lo oculto.

Muchos han sido los que, atraídos por el misticismo del lugar, han visitado la ermita durante el día. Pero pocos, muy pocos, han osado aventurarse en la noche, cuando el cañón se transforma en un reino de sombras y las leyendas cobran vida.

Carlos era un hombre de ciencia, un escéptico en toda regla. Había escuchado las historias, pero no les daba mayor importancia. Decidido a desmentirlas, se propuso pasar una noche en la ermita, armado solo con una linterna y su cámara. “Si hay algo, lo captaré en imágenes”, se repetía mientras recorría el tortuoso sendero que lo llevaba al corazón del cañón.

El sol se ocultaba tras las montañas, dejando al cañón en una penumbra inquietante. El aire era fresco, pero Carlos sintió una gota de sudor recorrerle la frente. La ermita, ahora visible a lo lejos, parecía observarlo con indiferencia, como si fuese consciente de que su misión era en vano.

Al llegar, se sentó en los escalones de piedra y esperó. Las horas pasaron lentamente, y la noche se cerró por completo. El viento silbaba entre las rocas, y la luz de la luna apenas alcanzaba para revelar la silueta de los peñascos.

Fue entonces cuando lo sintió.

Primero, un leve susurro, como un murmullo lejano. Pensó que era el viento, pero el sonido no se dispersaba; parecía rodearlo. Carlos encendió su linterna, pero no había nada. Nada visible, al menos.

De repente, una sombra se movió en el borde de su visión. Rápidamente apuntó la luz hacia los árboles, pero no había nadie. La cámara en su mano temblaba ligeramente. ¿Había visto algo? Trató de convencer a su mente de que era solo su imaginación.

Pasaron los minutos, y el susurro volvió, esta vez más claro, más cercano. Las palabras eran ininteligibles, pero había algo en ellas, algo que lo hizo estremecer. Se levantó rápidamente, decidido a alejarse de la ermita, pero sus pies parecían clavados al suelo. No podía moverse.

El viento se detuvo. Un frío antinatural lo envolvió, y ante él, en la entrada de la ermita, apareció una figura. No era humana. La sombra, alta y oscura, parecía flotar a unos centímetros del suelo. No tenía rostro, pero Carlos pudo sentir su mirada penetrante, evaluándolo.

Intentó gritar, pero no pudo. La figura se acercó lentamente, como si estuviera saboreando su miedo. En un último intento por escapar, cerró los ojos y comenzó a rezar, aunque no había sido un hombre religioso en años.

Al abrirlos de nuevo, vio aún más cerca a la figura: Era un ser grisáceo, con forma humana, aunque tenía una enorme cabeza y unos ojos grandes y negros como los de un caballo. Vestía una especie de hábito oscuro. Poco a poco, levantó su mano derecha, huesuda, y con un dedo índice largo como una serpiente, le señaló.

Y entonces, todo quedó en silencio.

Carlos despertó pasadas unas horas, aun siendo de noche, tirado en los escalones de la ermita. La cámara estaba rota, y su linterna apagada a su lado. No recordaba haber escapado de la figura ni cómo había terminado allí, pero sabía una cosa: algo lo había visitado, algo que no pertenecía a este mundo.

Se marchó del cañón sin mirar atrás, a trompicones corriendo por el sendero y decidido a no contarle a nadie lo que había sucedido. El cañón del Río Lobos y la ermita de San Bartolomé seguirían siendo, para él, un enigma, una puerta entre dos mundos que prefería no volver a cruzar.

Pero a medida que se alejaba, salieron de entre los árboles más cercanos a la ermita sus dos mejores amigos. Se reían de la broma que acababan de gastar a Carlos. Enrique, aún con el disfraz de extraterrestre, se revolcaba por el suelo. Juan, con la cámara de vídeo en la mano, reía a la vez que repasaba las escenas grabadas del desmayo de su amigo. Pero Enrique se dio cuenta de que la puerta de la ermita estaba abierta y eso era raro, ya que siempre permanecía cerrada. Haciéndole señas a su amigo, se acercaron hasta ella. Dejaron de reír. Juan sacó su linterna e iluminó el interior. Después, se introdujeron en la oscuridad.

La ermita tiene un pequeño ábside semicircular, donde se encuentra el altar principal. Sobre este, iluminada por el rayo de luz de la linterna de Juan, apareció la talla de San Bartolomé. San Bartolomé, uno de los apóstoles, está representado con un cuchillo, ya que fue martirizado siendo desollado vivo. En aquella oscuridad, la imagen, iluminada por las linternas, cobraba vida y la mano que portaba el cuchillo parecía estar amenazando realmente a los visitantes de la ermita. Los dos hombres sintieron que su respiración se detenía por un momento.

El resto del edificio, de estilo románico, tenía unos muros gruesos y pocas ventanas. El ambiente oscuro y austero, estaba cargado de un atmósfera tenebrosa. Los capiteles de los pilares y columnas, con motivos decorativos sencillos, a veces con formas geométricas o animales estilizados, parecían ocultar algún tipo de magia antigua. Eran como las indicaciones de un rito ancestral, que los dos exploradores ya no eran capaces de entender. La cruz patada, un emblema típicamente asociado con los Caballeros Templarios, estaba por todas partes, como señal de que allí existió un poder antiguo.

Los dos bromistas hacía ya un buen rato que no se reían. El ambiente se había convertido, poco a poco, en una fuerza que les oprimía el pecho y disparaba la velocidad de sus corazones. Sin saber por qué, sintieron a la vez la necesidad de salir de allí corriendo. ¡Pero la puerta se cerró con un fuerte golpetazo!

Quisieron retroceder, temiendo que junto a la puerta hubiese algo que les pudiese atacar. Pero al girarse y queren abrirse camino con sus linternas, iluminaron al santo, que estaba en mitad de la sala, con el cuchillo en su mano derecha. Su aureola de plata brillaba de forma extraña, como si produjese ella misma algún tipo de luz blanca muy intensa. En un segundo estuvo toda la ermita iluminada, permitiendo ver aquella estatua de madera, inmóvil, en su totalidad, como si fuera un faro en mitad de la niebla.

Los dos hombres, atrapados por una fuerza desconocida, se quedaron inmovilizados y cayeron al suelo. Con la mirada fija en el techo, no pudieron ver, aunque sí sentirlo, cómo un par de grandes cuchillos iban arrancándoles la ropa, para luego pasar a la piel. Sin pausa pero sin prisas, los dos hombres fueron despellejados vivos. Desde el exterior de la ermita, aquella noche se vio una intensa luz salir por sus ventanas y por debajo de la puerta, y se escucharon, durante horas, unos terribles gritos.

Enrique, antes de morir, escuchó una tenue voz, que dijo: Muere por tu dios. Muere por la vida eterna.

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