La Mansión Blackthorn - Episodio ocho

  • mdo  Isaac Thornell
  •   La Mansión Blackthorn
  •   Octubre 27, 2025

La Cruz de Plata y el Eco de los Niños

El aire fresco de la mañana, que debería haber sido revitalizante, se me antojó como el aliento frío de una tumba al salir de la casa del profesor Markham. La fotografía de Edmund y Eleanor Thorne, con sus ojos oscuros y esa resignación antinatural, pesaba en mi bolsillo interior como un trozo de plomo. No era solo una imagen; era una acusación. Una prueba de que la historia oficial, la tragedia de la tormenta de 1879, era una farsa cuidadosamente orquestada.

Alice caminaba a mi lado en silencio, su rostro serio, concentrado. La leve sonrisa que había esbozado al principio de nuestra expedición había desaparecido por completo.

—“Una cruz de plata clavada en un árbol, envuelta en sangre seca” —murmuré, repitiendo las palabras del anciano Markham. El detalle era tan específico, tan macabro, que no podía ser inventado. Era el tipo de detalle que se queda grabado en la memoria de un niño, incluso si no lo entiende del todo.

—Sangre seca —repitió Alice, su voz apenas un susurro—. No fresca. Lo que sugiere que quien la dejó allí no estaba en un momento de pánico, sino... de ritual. O de advertencia. Markham dijo que su abuelo la encontró después de que Lady Margaret intentara hablar con él. ¿Crees que fue una señal para el reverendo? ¿O para alguien más?

—Para el reverendo, sin duda —respondí—. Una advertencia clara: “Deja de husmear, o esto podría ser lo próximo”. Y funcionó. El reverendo nunca volvió a intentar ayudarla, y Margaret... —No terminé la frase. El diario, con sus últimas palabras desesperadas, me vino a la mente. “...sus ojos... rojos ahora... como los de él...”

—Tenemos que encontrar ese árbol —declaró Alice, deteniéndose de repente y mirándome con determinación—. Si Markham lo vio, debe estar en algún lugar del bosque entre Silverbridge y la mansión. Es un punto físico, una evidencia tangible más allá de documentos y recuerdos.

Asentí. Era una tarea titánica, buscar una cruz clavada en un árbol en un bosque tan vasto y antiguo, pero era la única pista física que teníamos fuera de la mansión. Y era urgente. Charles y sus amigos, con su entusiasmo juvenil y su ignorancia, podrían tropezar con algo mucho peor que una cruz.

—De acuerdo —dije—. Pero no podemos ir solos. Necesitamos a alguien que conozca el terreno. Alguien que no tenga miedo de la mansión.

Alice entendió inmediatamente a quién me refería.

—Edda.

Regresamos a The Hollow Lantern Inn. El local estaba tranquilo a esa hora, con solo un par de parroquianos tomando el primer trago del día. Edda estaba detrás de la barra, limpiando vasos con la misma eficiencia brusca de siempre. Al vernos entrar, levantó la vista, sus ojos pequeños y agudos evaluándonos.

—¿Ya han vuelto? —preguntó, sin dejar de frotar un vaso—. ¿O es que la mansión les ha escupido antes de que pudieran entrar?

—Necesitamos su ayuda, señora Edda —dijo Alice, acercándose al mostrador con una franqueza que pareció sorprender a la posadera.

—¿Mi ayuda? —Edda soltó una risita seca—. Yo solo sirvo estofado y cerveza, jovencita. No soy guía turística.

—No se trata de turismo —intervine yo, apoyando mis manos en la madera gastada del mostrador—. Se trata de Lady Margaret Thorne. Y de sus hijos.

El efecto fue inmediato. El vaso que Edda sostenía dejó de moverse. Su mirada, que hasta entonces había sido de fastidio, se volvió intensa, casi feroz.

—¿Qué saben ustedes de ellos? —preguntó, su voz baja y peligrosa.

—Sabemos que la historia oficial es una mentira —dije, manteniendo su mirada—. Los niños no desaparecieron en 1879. Algo les ocurrió mucho antes, en torno a 1863. Margaret dejó de escribir su diario ese año, y poco después, el reverendo Markham encontró una cruz de plata con sangre en el bosque. Lord Thorne inventó la historia de la tormenta para ocultar lo que realmente pasó.

Edda dejó el vaso sobre el mostrador con un golpe seco. Miró a su alrededor, asegurándose de que nadie más podía oírnos. Luego, se inclinó hacia adelante, apoyando las manos en el mostrador, imitando mi postura.

—Ese árbol —susurró—. Está en el Sendero del Cuervo. Un roble viejo, retorcido, con una rama que parece un brazo roto. Cualquiera que conozca el bosque sabe donde está. Pero nadie se acerca. No desde... desde que apareció la cruz.

—¿Lo ha visto usted? —preguntó Alice, con un hilo de voz.

—No. Pero mi madre sí. Ella era una niña, amiga de la cocinera de la mansión. La cocinera le contó cosas... cosas que la mantenían despierta por las noches. Cosas sobre los niños, que ya no eran niños, y sobre la señora, que caminaba por los pasillos de noche, hablando sola, con los ojos en blanco.

Un escalofrío me recorrió la espalda. La historia de Margaret cobraba una nueva dimensión, más aterradora aún.

—Llévenos allí —dije.

Edda negó con la cabeza.

—Ni hablar. Yo no vuelvo a poner un pie en ese sendero. Pero... —Hizo una pausa, como si estuviera luchando consigo misma—. Puedo decirles cómo llegar. Y puedo darles esto.

Se dio la vuelta y rebuscó bajo el mostrador. Cuando volvió, sostenía un pequeño amuleto de hierro forjado, con forma de ojo cerrado por una gruesa cadena.

—Es de mi abuela. Dice que repele a las cosas que no deben ser miradas. Tómenlo. Si van a ir, lo van a necesitar más que yo.

Tomé el amuleto. Estaba frío y pesado. Alice y yo nos miramos. Era una advertencia y una bendición al mismo tiempo.

—Gracias, señora Edda —dijo Alice.

—No me den las gracias —respondió ella, volviendo a su tarea—. Den las gracias a Dios si vuelven sanos y salvos. Y ahora, váyanse. Y no vuelvan a mencionar esos nombres bajo este techo.

Con el amuleto en mi bolsillo y las instrucciones de Edda grabadas en nuestra memoria, Alice y yo nos adentramos de nuevo en el bosque, esta vez con un propósito claro y un miedo mucho más profundo. El Sendero del Cuervo era un camino apenas visible, cubierto de hojas muertas y musgo. El aire era más frío aquí, más denso, como si el bosque mismo contuviera la respiración.

Caminamos en silencio durante casi una hora, siguiendo los hitos que Edda nos había descrito: una piedra con forma de lobo, un arroyo seco, un grupo de tres abedules blancos como fantasmas. Finalmente, lo vimos.

El roble era inmenso, antiguo, con la corteza negra y agrietada. Una de sus ramas principales, gruesa como el tronco de un árbol joven, se extendía horizontalmente antes de doblarse bruscamente hacia abajo, como un brazo fracturado. Y allí, clavada profundamente en la madera muerta, estaba la cruz.

Era de plata, como había dicho Markham, pero una pátina negra y grasienta, como de sangre seca mezclada con hollín antiguo, la cubría casi por completo, ocultando su brillo bajo capas de corrupción y musgo. Lo que nos heló la sangre fue la mancha oscura, casi negra, que la rodeaba en la corteza. No era barro. Era sangre. Sangre seca, antigua, pero inconfundible.

Alice se acercó con cautela, sacando un pañuelo de su bolso para no tocarla directamente. Yo me quedé atrás, mirando a mi alrededor, sintiendo cómo el amuleto en mi bolsillo parecía vibrar levemente, como un corazón latiendo.

—Arthur —dijo Alice, su voz temblorosa—. Mira.

Señaló la base del árbol. Entre las raíces retorcidas, medio enterrado en la tierra húmeda, había algo más. No era un objeto. Era un hueso. Pequeño, delgado. Un hueso humano. El hueso de un niño.

En ese preciso momento, un viento helado, que no venía de ninguna dirección, agitó las hojas muertas a nuestros pies. Y entre el susurro de las ramas, creímos oírlo: un canto suave, lejano, en una lengua que no era latín, pero que sonaba igual de antigua y prohibida. El eco de los niños perdidos de la Mansión Blackthorn había encontrado a sus nuevos oyentes.

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