La mirada de los muertos

Author Luis Garcia Reading time 21 minutes

Todo estaba envuelto en silencio. Un silencio engañoso, pues si se prestaba atención, se escuchaban pequeños ruidos: El croar de las ranas y el chapotear de algún pez en busca de comida en las aguas caudalosas del río o el leve crujir de ramas al paso de algún pequeño roedor correteando entre los juncos. También se podía sentir el viento meciendo las ramas de los árboles que crecían junto a la orilla. Era tan solo un susurro, un rumor lejano, como una nana cantada a los pies de una cuna. Algo que sólo quienes buscaban esas señales, llegaban a descubrir. Y en medio de esa oscuridad lechosa de tonos grises, donde la luna crea sombras pero no color, el agua corría sosegada, sin prisas, como si fuese una inmensa serpiente que se arrastra silenciosa a través del valle, emitiendo un leve sonido cristalino al rozarse contra las rocas. Esos eran todos los ruidos que se podían descubrir en aquella noche. Todo lo demás era calma. La típica calma de una madrugada de verano a la orilla de un caudaloso río. La naturaleza, en aquel rincón y en aquella hora, se esmeraba para que todos sus seres vivos disfrutasen de un momento de paz.

Todos salvo el ocupante del coche negro, allí parado, bajo los árboles. A aquellas horas de la noche, aquel enorme pedazo de metal oscuro y brillante rompía la armonía paradisíaca del lugar. La oscuridad lo ocultaría a cualquier observador lejano, pero una vez descubierto, su presencia resultaba, simplemente, siniestra. Y aún más su ocupante. Una sombra chinesca apenas identificable que fumaba de manera compulsiva, expulsando el humo por un resquicio de su ventanilla. Si alguien se acercase descubría que, además del cigarrillo, también empuñaba un arma. Y eso también era siniestro...

Aquel hombre movía la cabeza constantemente. Sus pensamientos habían comenzado, dos horas antes, a divagar y revolotear de una idea a otra, pero ahora, en éste preciso momento, ya solamente se centraban en una sola cosa: El suicidio. Y allí estaba; decidido, por fin, a hacerlo. Rendido y cansado, había renunciado a otras alternativas para solucionar sus problemas y se negaba a analizar más posibilidades. Solo quería terminar con aquella vida, que él sentía que había estado llena de frustraciones, impotencia, rabia y desesperación. Una vida que, desde hacía mucho tiempo, ya no le satisfacía.

Su arma reglamentaria sería la herramienta ideal para conseguirlo. Era muy sencillo: La montaba, se ponía el cañón en la boca, contaba hasta tres y disparaba. ¡Todo habría acabado en un instante! Moriría tranquilo, pues ni tan siquiera escucharía la detonación. Sería como quedarse dormido frente al televisor.

Pero a pesar de su decisión, era muy consciente de que si escogía el suicidio como solución, no habría marcha atrás. Una vez que apretase aquel gatillo, nunca más volvería a respirar, ni a sentir, ni a soñar. Era un camino que llevaba a la nada, al fin del universo. Y ese pensamiento le hacía comprender el poder de su decisión. No existía el arrepentimiento una vez hubiera dado el paso ¡Quitarse la vida era algo tan tremendo...!

Sus pensamientos volvían a excitarse. Las imágenes iban y venía, amontonándose en su cabeza de nuevo. No podía concentrarse. Era una sensación extraña, como si hubiera olvidado algo fundamental, algo importante en aquel preciso momento que le impedía hacer nada más hasta que no lo recordase plenamente. De repente, una pista: Recordó aquella vez que, siendo aún un novato ignorante y prepotente, acudió a socorrer a un suicida. El recuerdo le hizo sonreír, a pesar de que llevaba toda la vida sufriendo pesadillas por culpa de aquel terrible encuentro. El chiste estaba –ahora lo veía–, en que, a pesar de todas las frases hechas que utilizó para evitar que aquel anciano se matara, ninguna resultó efectiva. Viéndolo ahora desde el otro lado, comprendía que eran palabras vacías que nada hubieran podido evitar, pues la determinación para matarse tiene unas raíces tan profundas que las frases bienintencionadas solamente demuestran lo poco se que se sabe de la persona que desea morir... ¡Y las pocas cosas que los simples consideran necesarias para seguir viviendo!

El hombre apretó el gatillo de la escopeta mirándole a los ojos. Al arma le había cortado los cañones para poder colocársela en la cara y llegar fácilmente al gatillo, cosa que con la escopeta en su estado original era imposible, debido a su gran longitud. Los cañones eran tan largos que no hubiera podido llegar al disparador. Pero con aquella modificación, sí que pudo; y lo hizo con cierta chulería, como esos toreros que dan un pase de pecho mirando a la grada y no al toro.

En aquella mirada última del suicida, pudo ver un brillo de libertad, de liberación. Un brillo que duró una milésima, pero que ahora recordaba como algo que pervivió en sus recuerdos desde aquel fatídico día. Una mirada que acudía a él en sueños, recordándole que hasta en la muerte existía felicidad...¡Aunque sólo durase una milésima de segundo!

¡Cómo era el cerebro! Aquello pasó hace ya treinta años y la escena estaba aún fresca en su memoria, como si hubiera pasado tan solo hace un momento. Recordaba perfectamente aquella mañana de domingo, con un sol esplendoroso que inundaba de luz todos los rincones. Era un día alegre, lo cual ayudó a combatir la desilusión que tanto él como su compañero de patrulla compartían por tener que trabajar en un día festivo. Se sentían al menos consolados al ver que la primavera iluminaba y perfumaba un día perfecto para pasear en coche y saludar a los viandantes. Perfecto hasta que sonó la radio y les puso en el camino de aquel anciano. Aunque pensándolo ahora, estando él en la misma situación, puede que para el anciano también fuese un bonito día para quitarse la vida...

Fuese como fuese, treinta años atrás él era joven y creía en la vida –Nada puede ser tan grave como para que nos impida seguir viviendo– le había dicho al anciano, cuando le vio con la barbilla apoyada en los cañones de la escopeta. Por su cuello caían unos finos hilos de sangre, provocados por las pequeñas heridas que las irregularidades de los cañones, que estaban muy mal cortados, le habían causado en aquella zona. Seguramente que los cortó con una sierra de mala calidad y con precipitación, deseando terminar el trabajo con prontitud. También tenía cortes superficiales por la cara, lo que indicaba que había estado buscando el mejor sitio para dispararse ¡Qué terrible tiene que ser querer morir sin sufrir y errar el tiro!

Pero el suicida no le contestó. Tampoco le pidió que se alejara. No dijo nada. Se apretó con más fuerza el arma contra su garganta y le ignoró. No parecía nervioso; aunque más que tranquilidad, su cara reflejaba resignación, como si conociese su destino y tuviera la certeza de que era inamovible. Sus ojos, perdidos en un horizonte que solamente veía él, tampoco eran tristes. Ni, por el contrario, mostraban una resolución absoluta. Eran, ahora lo entendía perfectamente, los ojos de aquellos que grabaron en su pupila una última escena, un último pensamiento. Eran, claramente, los ojos de un muerto en vida. ¡Y ahora se daba cuenta de que esos ojos los vería muchas más veces a lo largo de su carrera profesional!

El suicida no escucharía el disparo, pero él sí lo hizo. Le sorprendió y asustó a la vez. Fue como si le hubieran despertado, de malos modos, de un sueño profundo. Instintivamente puso la mano derecha en su pistola, no para defenderse de nada, sino buscando un refuerzo emocional. Necesitaba estar en contacto con algo ajeno a su cuerpo que le devolviese a la realidad, ya que la escena, desde el estampido, se había vuelto completamente irreal, y buscó el frío metálico de su arma, tal y como había hecho, y haría después de aquello, en muchísimas ocasiones.

Luego se fijó en los restos del cerebro del anciano pegados contra la pared y en la blancura de aquel muro contaminada por la sangre. Y vio aquel cuerpo tumbado, sin hueso parietal, sin mandíbula, donde una nariz, unos ojos, que seguían abiertos, y la dentadura superior, eran los únicos componentes de una cara que, extrañamente, componían una sonrisa macabra que aquel suicida le enviaba desde la eternidad.

Cayó de rodillas y escuchó los gritos de sus compañeros, el ruido de la radio, las sirenas... En aquel caos, donde todos se movían a gran velocidad, solamente permanecían estáticos el cadáver del anciano y él. El mundo aceleró tras el disparo pero ellos dos no se enteraron. Todo estaba revuelto, mezclado, confuso... salvo aquella mirada perdida que se grabó a fuego en su mente y él mismo, que sintió cómo la soledad se adueñaba de su alma y conseguía aislarle de todo y de todos. Ese aislamiento lo sentiría ya toda su vida.

Y aquel maravilloso domingo de primavera terminó con cinco horas de servicio extra y una enorme confusión mental, sintiendo una rara alucinación extracorpórea en la que desde una dimensión paralela, escuchaba cómo unos hombres uniformados que apenas reconocía como sus compañeros, exteriorizaban su ansiedad haciendo tontos chistes sobre la muerte, compartiendo disparatadas hipótesis sobre los motivos del anciano para matarse, o reviviendo aquella terrible experiencia desde el punto de vista de cada uno de ellos... Todos menos él, que permaneció distante de todo aquello, ausente, obsesionado con aquella mirada.

Esa misma mirada la vería un año después en Bilbao, en uno de sus compañeros, tras sufrir un atentado terrorista.

Los dieciséis meses que pasó en el norte los recordó siempre como una mala experiencia. A finales de los años ochenta, los miembros de las fuerzas y cuerpos de seguridad del Estado destinados en el País Vasco sufrían frecuentes atentados: Desde ser disparados por la espalda hasta la colocación de bombas lapa en sus vehículos particulares o coches bomba que explotaban al paso de los policiales. El objetivo era aterrorizar a los funcionarios para que el gobierno de Madrid retirase de allí aquellas fuerzas policiales, las cuales, a su vez, también detenían y se enfrentaban frecuentemente a los comandos terroristas. Fue una época en la que todas las conversaciones que tenía con sus compañeros, casi todos muy jóvenes, como él, destinados allí la mayoría forzosamente por un mínimo de doce meses, trataban siempre de lo mismo: Formas de matar y formas de morir. Ante cada nueva salida de servicio, se recordaban las normas de seguridad, las respuestas previstas a los posibles ataques y después, se solían comentar los últimos atentados sufridos y las posibles medidas que se podrían haber tomado para evitarlos o para reducir sus daños a la mínima expresión.

Para él, el patrullar por aquellas tierras donde nadie se les acercaba, ni nadie les hablaba, era más como salir de safari a través de una jungla desconocida y llena de peligros, que la realización de un servicio público. Nunca pensó que estaba allí para evitar que un ciudadano sufriera un delito, sino para evitar sufrirlo él mismo. Llegó a la conclusión de que no podía estar pensando constantemente en que en cualquier momento uno de los vehículos junto a los que circulaba podía explotar, o que cualquier paisano que caminaba por la calle iba a sacar un arma y dispararle en la nuca apenas le diera la espalda, pero que tampoco debería de darle prioridad a los avisos de la central para acudir aquí o allá, no fuese que se tratase de una trampa donde emboscarles. Lo mejor era ser prudentes, anteponer la propia seguridad a todo lo demás, y rezar para que los meses pasasen deprisa.

Pero no todos los compañeros pensaban igual. Había algunos incluso obsesionados con la muerte. La ansiedad diaria de aquella situación –siempre prevenidos, siempre esperando la explosión o los disparos–, hacía que muchos agentes centrasen sus pensamientos casi exclusivamente en cómo reaccionarían ante hipotéticos ataques y todo el tiempo del que disponían lo dedicaban a comentar las posibles formas de defenderse, de cubrirse, de disparar al terrorista... Era un ejercicio constante que seguramente les serviría para aliviar momentáneamente la tensión, pero para poco más.

Curiosamente, ninguno de éstos se mostraba prudente. Para ellos, la prudencia era sinónimo de cobardía, y tenían una cierta actitud provocadora en la realización de sus servicios, dispuestos siempre a atraer sobre ellos una situación peligrosa que les permitiese poner en práctica todo lo que tenían preparado para aquellas ocasiones. Se ofrecían para ir los primeros en las patrullas y para realizar las tareas consideradas más peligrosas. Ninguno de ellos había presenciado aún un atentado, pero, en el fondo lo estaban deseando. Era como si solamente tuviésemos cada uno un número en la lotería de la muerte y deseasen que el suyo saliese lo antes posible, quizás con la esperanza de sobrevivir y así salir para siempre de aquel juego siniestro del gato terrorista y el ratón policía.

Pero todo aquello cambió cuando sufrieron el primero. Ahora lo recordaba todo perfectamente, cosa que nunca antes había sido capaz de hacer. Era como si la decisión de suicidarse le hubiera liberado de una pesada carga que la había impedido, hasta ese momento, sincerarse consigo mismo. Recordaba a la perfección aquel terrible día: Él estaba en la oficina, y cuando recibieron el aviso de que un coche bomba había explotado al paso de una patrulla cerca de allí, fue uno de los primeros en subirse a un coche y dirigirse al lugar. Nada más llegar, vio el vehículo policial. Era tan solo un montón de hierros retorcidos y humeante en cuyo interior, con esfuerzo, se adivinaba un habitáculo. Uno de los ocupantes, el copiloto, colocado al otro lado de donde se produjo la explosión, aún se movía. Muchas manos amigas tiraron de aquellos hierros quemados para rescatar aquel cuerpo y ponerlo a salvo. Nadie esperó a los bomberos. En el puesto del conductor solo pudo ver un bulto negro, ardiendo aún. Al principio, no era capaz de relacionar aquello con un cuerpo humano. Era una masa carnosa ennegrecida, como si estuviese untada en betún, pero enseguida adivinó lo que era una cabeza, unos brazos... ¡El cuerpo, amputado, desgarrado y retorcido por culpa de la metralla con la que habían rellenado la bomba, ni siquiera vestía su uniforme, volatizado por el fuego!

Aquel trozo de carne carbonizado era su amigo. Siempre estaban juntos, novatos ambos en aquella unidad, y se prestaban un apoyo continuo. Pero, precisamente por ser ambos novatos, no podían patrullar juntos, y sabiendo que aquel día estaba de servicio, cuando escucho la alerta corrió en su búsqueda temiendo lo peor. ¡Tan amigos y no fue capaz de reconocerlo! ¡Era imposible! Desde entonces, nunca más fue capaz de recordar su cara. Siempre le venía a la memoria aquel enorme carbón envuelto en humo.

Semanas después fue a visitar al superviviente al hospital. Afortunado, no recordaba nada. Sin embargo, él no hacía más que recordar, una y otra vez, aquellos ojos hervidos, aquel cuerpo carbonizado; aquel insoportable olor a carne, gasoil y alquitrán quemados: ¡La maldita huella del amonal!

Después del atentado, todos los agentes jóvenes y gallitos, dejaron de levantar la voz. En la cafetería se podía saber perfectamente quienes habían acudido a rescatar a los compañeros. Todos ellos mostraban una mirada perdida, una ausencia de gestos, una expresión de desconexión con la realidad. Sus ojos contemplaban una escena ya perdida en el tiempo, una imagen imposible de olvidar. Eran miradas, cómo no, de muertos en vida. Miradas que delataban que una parte importante de sus almas se quedó, junto al muerto, en aquellos hierros.

Ahora se daba cuenta que había vivido treinta años ignorando todo aquello. Hubiera querido no volver a ver aquellas miradas y sin embargo, debido a su trabajo, se las encontró nuevamente en infinidad de situaciones. Después de su destino en el País Vasco se especializó y tras superar las pruebas y los correspondientes cursillos, se convirtió en miembro de la Policía Judicial, unidad encargada de la investigación de los delitos más graves. Con apenas veintitrés años comenzó a participar en las investigaciones del grupo de homicidios y así, de tarde en tarde, volvía a ver aquellos ojos en otros muertos, a través de personas que se habían suicidado, las habían asesinado o habían sufrido una violación. Esa mirada perdida, ausente, resignada, estaba siempre allí, recordándole al anciano suicida y al amigo asesinado.

Pero enseguida aprendió a ignorarlas. Comprendió que distrayendo su mente en otras cosas, desaparecían tras tres noches de malos sueños, y eso era algo que se podía tolerar. Incluso supo dejar a un lado de aquellas pesadillas a su familia, a sus amigos... a sus compañeros.

Los años siguientes los pasó, ahora se daba cuenta, engañándose a sí mismo. Todas aquellas tragedias humanas que pasaron por sus manos en forma de caso criminal, le dejaron profundas huellas que siempre trató de dejar a un lado. Heridas enormes que nunca llegaron a cicatrizar, aunque él, para poder seguir adelante, se mintiese, repitiéndose una y otra vez que era un gran profesional y que aquello lo tenía superado –¡Son cosas del trabajo!–, se decía. Pero aquellas pesadillas le recordaban que algo raro y extraño había en el desempeño de su trabajo que le conectaba con todo lo terrible del alma humana. Era como un sacerdote exorcizando siempre al mismo demonio, que, saltando de cuerpo en cuerpo, le perseguía continuamente.

Al final de su carrera, tras casi treinta años de servicio, su mundo, construido con cimientos de barro, se había desmoronado. Años de pesadillas, de rabia descontrolada que acudía a él sin aparentes motivos, de reacciones violentas al mínimo sobresalto y de un estado de vigilancia casi perpetuo, que le impedía cualquier relajación, arruinaron su vida familiar y profesional. Su familia, a la que estaba dispuesto a proteger a costa de su vida, se había convertido en la bolsa de basura donde arrojar todos sus problemas psicológicos. Él, que la amaba más que a nada, la había castigado durante años sin tan solo ser consciente de ello.

El descubrirse autor de ese maltrato también fue algo traumático para él. Debido a los últimos problemas que había tenido trabajando, fue obligado a acudir a una psicóloga por sus superiores y ella le explicó lo que le pasaba: Estrés postraumático lo llamó. ¡Una forma científica para describir cómo, queriendo llevar una vida, tanto en lo personal como en lo profesional, digna y feliz, acaba convirtiéndose en una mierda!

Lo tenía claro. El problema de su divorcio, de que sus hijos no le hablasen, de que sus compañeros no quisieran trabajar con él... ¡De todo lo que le pasaba! era, sin lugar a dudas, él. Y la única solución era matarse. Muerto el perro, se acabó la rabia. Para qué seguir con una vida que iba cuesta abajo y era imposible de enderezar. Lo mejor era dispararse y acabar con todo de una vez.

Y tras arrojar por la ventanilla el cigarrillo que estaba fumando, empuñó con firmeza su pistola y se la colocó en la boca. Cerró los ojos y puso el dedo en el gatillo. Comenzó a presionarlo lentamente. Esperando el disparo, abrió lo ojos para echar una última mirada al mundo antes de dejarlo para siempre y, sin querer, miró al retrovisor interior. Se quedó impresionado, al descubrirse en el espejo, con la boca abierta, engullendo el arma como si fuese el Saturno de Goya, pero devorando pistolas en lugar de hijos, con la frente perlada de sudor y los ojos igualmente desorbitados.

La imagen mental que se formó del cuadro del pintor zaragozano le hizo descubrir algo en el espejo que provocó un fuerte chasquido en su cabeza: No tenía esa mirada de los muertos que tanto temía, sino todo lo contrario. Tenía una mirada de terror, de pánico. No veía por ningún lado ese brillo de liberación en sus ojos. El pequeño espejo le devolvía la cara de un cobarde, de una persona que estaba muerta de miedo. La cara de una persona que no se liberaba, sino que quería vivir ¿Cómo era eso posible?

Fuera estaba amaneciendo. La luz inundaba el interior del vehículo que ahora se veía sucio y polvoriento. El hombre apoyó la cabeza en el volante y comenzó a llorar. Lo hizo como no recordaba haberlo hecho nunca. Las lágrimas que corrían por sus mejillas tenían una fuerza purificadora. Se sentía incapaz de matarse, y esa cobardía le humillaba, pero a la vez se sentía aliviado de seguir vivo. Fuera como fuera, algo, en su interior resurgía sobre todo lo demás. Una idea, al principio sin forma, pero intuida, que poco a poco cobró vida en su mente: “Tú no eres culpable de lo que te pasa”.

Se bajó del vehículo y caminó por la vereda del río. Se sentía aliviado, pero no estaba feliz. En aquella noche terrible, en la que había estado a punto de matarse, había comprendido que, a lo largo de su vida, se había enfrentado a cosas que la mayoría de las personas ni tan siquiera podían imaginar. No era ya la responsabilidad ni el sacrificio de un trabajo como el suyo. Era la nula preparación frente a la tragedia lo que le había llevado a aquella situación. Y lo que más le irritaba, llegados a aquel punto, es que siempre había estado solo ante todo ello. Su trabajo era acudir a todo tipo situaciones conflictivas, sin nada más que su pistola y su capacidad de entendimiento. El cómo solucionase aquellos problemas ya no le importaba a nadie. Y las consecuencias que le pudiera deparar a él, mucho menos.

Sonrió. Levantó el arma sobre su cabeza y disparó tres tiros al aire. Bandadas de pájaros se levantaron de la orilla y huyeron de sus refugios, asustados por las detonaciones. Enseguida se quedó todo en silencio. En un silencio preventivo, donde no croaban las ranas ni se escuchaba siquiera el viento. Un silencio temeroso de un hombre armado y decidido a todo. Sobre todo, a seguir viviendo.

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