Estoy terminando un relato gótico que publicaré en Amazon, bajo el seudónimo Isaac Thornell (https://acortar.link/K1QS8Z), pero quiero dejaros aquí las primeras paginas, a ver si os gusta:
Ahora, tres años después, lo sé. Sé perfectamente lo que ocurrió en aquella casa de campo, pero cuando decidí ir hasta allí a investigar los hechos que en aquel momento se conocían, no sospechaba que las cosas hubieran ocurrido de aquella forma. Fue mi propia investigación la que descubrió todos los secretos de la mansión Blackthorn, esa investigación que hoy quiero compartir con vosotros.
La mansión Blackthorn pertenecía a Lord Elias Thorne, nacido en 1832 en el seno de una antigua familia aristocrática cuyas raíces se remontan al siglo XII. Educado en Oxford, fue conocido por su inteligencia brillante pero distante, y por una obsesión poco común para su tiempo por lo oculto, las ciencias proscritas y los textos antiguos prohibidos por la Iglesia y la Royal Society.
A la muerte de su padre, heredó la Mansión Blackthorn, ubicada en una región remota de Yorkshire, rodeada de bosques densos y colinas brumosas donde rara vez llegaba la luz del sol. Recluido tras las paredes de piedra de la propiedad, Elias comenzó a modificarla: añadió salas ocultas, pasadizos secretos y una biblioteca subterránea que, según los rumores, contenía libros escritos antes de la era cristiana.
Se casó muy joven con lady Margaret Fairchild, una mujer delicada y enfermiza que falleció bajo circunstancias extrañas cuando aún era joven. Dejaron dos hijos: un varón y una niña, que desaparecieron sin dejar rastro durante una tormenta otoñal de 1879. Desde entonces, Lord Elias no ha vuelto a salir de la mansión. Se dice que sigue vivo, aunque ninguno de sus conocidos puede confirmarlo. En la mansión no se aceptan visitas desde hace años. Muchos periodistas han tratado de acceder a la mansión y entrevistar al propietario, si es que aún estuviese vivo, pero nadie lo ha conseguido. Las extrañas muertes de su familia habían llenado páginas y páginas en la prensa sensacionalista y mi editor confiaba en que yo fuese el que, por primera vez, desvelase todos los secretos de aquella casa. ¡Y vaya si lo hice! A costa de sacrificar lo más puro de mi alma, quizás, pero lo hice.
Aunque no nos precipitemos. Creo que es mejor comenzar esta extraña historia por el principio.
Me llamo Arthur Henshaw, y soy periodista del Midnight Gazette, un medio que muchos consideran poco más que un recuento de fantasías y exageraciones, pero donde me encuentro muy a gusto porque soy un apasionado de los misterios. Me atraen, los analizo y, si puedo, los desmonto. Sí, no piensen que soy un crédulo. Soy de los que le gusta levantar la sábana del fantasma para ver qué hay debajo. Lo que pasa es que al trabajar donde trabajo, ese estudio del caso comienza por describir con muchos detalles (incluso algunos inexistentes, qué le vamos a hacer), los hechos supuestamente paranormales. Busco testigos, describo sus experiencias, relato las leyendas que supuestamente explican o justifican lo ocurrido y redacto muchos artículos sobre el tema, dejando caer los sustos poco a poco, uno por artículo. Y cuando los lectores parecen que van perdiendo el interés, viene el gran descubrimiento: "Señoras y señores, todo ha sido una farsa, pero este hábil periodista ha descubierto el truco", y ahí comienzo a contar la verdad de lo ocurrido: las exageraciones de los testigos, las voces de ultratumba simuladas, los espíritus reflejados en un cristal... ¡Es como tirar del sedal una vez que el pez ha picado! Se hace de una forma suave pero constante, sin dejar que el lector pierda el interés.
Así que cuando mi editor me pidió que investigara la Mansión Blackthorn, supe que tenía ante mí una historia que podría cambiar mi carrera para bien… o destruirla, en caso de que vendiese mucho humo sin que luego pudiera llegar a unas conclusiones más o menos lógicas. Y no sería porque en mi periódico eso importase mucho, allí lo que importa es el espectáculo, pero mis objetivos a largo plazo eran los dejar aquel periodicucho y hacerlo además por la puerta grande, como un reportero de casta que no se deja engañar por nadie ni por nada y al que cualquier periódico serio estaría encantado de darle trabajo. Quiero que la gente diga: "Éste tipo está por encima de supercherías y no está dispuesto a difundir mentiras con tal de vender; es una persona noble e íntegra que valora, por encima de todo, la verdad. Vale la pena que trabaje en un periódico importante." Así que, evidentemente, acepte el trabajo.
Una mañana brumosa me dirigí a la estación. Londres era una bestia de hierro y humo. Sus calles, atestadas de coches de caballos y transeúntes apurados, se perdían entre una bruma grasienta que te manchaba la ropa y te llenaba la garganta de sabor a hollín. Las chimeneas de las casas y las fábricas escupían sin descanso al cielo, como si quisieran ahogarlo todo en su propio aliento oscuro.
Desde King’s Cross, mientras el tren silbaba anunciando la partida, miré hacia atrás una última vez. Incluso allí, bajo el techo de hierro forjado de la estación, el aire olía a ceniza y a basura.
Thornvale quedaba lejos, muy lejos de esta prisión de piedra y vapor, pero no sabía aún que el humo de Londres no era el peor tipo de oscuridad que me esperaba.
El viaje desde Londres hasta Thornvale me tomó casi todo el día. El tren principal hacia York era rápido, ruidoso y atestado de comerciantes, oficinistas y algún que otro soldado con uniforme desteñido. Yo llevaba bajo el brazo una carpeta llena de recortes amarillentos del Midnight Gazette y otros periódicos más serios —todos hablando de Lord Elias Thorne y su mansión maldita—, pero no podía evitar distraerme con las imágenes que pasaban tras la ventanilla: fábricas altas como catedrales, niños correteando entre charcos negros, mujeres con pañuelos cubriéndose la boca mientras cruzaban las calles embarradas.
Llegué a York cerca del mediodía. Allí, en una estación menos imponente y con aire de abandono, cambié de tren. El siguiente vagón parecía sacado de otra época: asientos desgastados, ventanas empañadas y solamente dos o tres pasajeros. El ferrocarril moría en Silverbridge, un pueblo perdido en medio de los páramos del norte, donde los árboles crecían torcidos por el viento y las casas tenían las ventanas cerradas incluso en pleno día.
El revisor, casi sin prestarme atención, me preguntó si iba “para allá arriba”. Asentí, aunque no sabía muy bien qué quería decir con eso. Él solo negó con la cabeza y murmuró algo como “ojalá tenga luz para volver” mientras me daba la espalda y abandonaba el vagón.
En Silverbridge no había estación propiamente dicha, solo un andén roto y un cartel oxidado que anunciaba el lugar como si fuera una advertencia. Allí me esperaba un carruaje. O mejor dicho, un cochero. Un hombre mayor, con barba gris y ropa demasiado gruesa para lo que parecía un día frío pero sin tormenta. Me saludó con un gesto seco y señaló el coche sin decir palabra.
El camino hacia Thornvale fue el más silencioso que he conocido. Ni él hablaba, ni yo me atrevía a romper ese mutismo. Los caballos avanzaban lentos por caminos llenos de baches, entre colinas cada vez más altas y bosques tan espesos que parecían tragarse la poca luz que quedaba. No había postes de telégrafo, ni luces en la distancia, ni sonido alguno salvo el crujido de las ruedas sobre la tierra mojada.
Tardamos casi dos horas en llegar. A esa altura, el sol ya se había escondido detrás de las nubes o quizá detrás de algo peor. Al fin apareció el pueblo, si puede llamarse así a un puñado de casas apretadas alrededor de una plaza polvorienta. En el centro, como si fuera su corazón enfermo, estaba The Hollow Lantern Inn, mi refugio por esa noche… o tal vez por mucho más tiempo del que imaginaba.
Llegué a Thornvale bajo un cielo plomizo, con la esperanza de encontrar respuestas. Me alojé en The Hollow Lantern Inn, una posada antigua con ventanas empañadas y dueños que apenas pronunciaban palabra. Nadie quería hablar de Lord Thorne ni de su casa, por supuesto, ni yo quise insistir en ello en ese momento. Pero no había venido a aceptar rumores. Había venido a descubrir la verdad.
Empujé la puerta de madera astillada y entré en The Hollow Lantern Inn como quien cruza una frontera invisible. El aire del interior era espeso, casi sólido. El humo de las pipas se enroscaba bajo el techo bajo, formando nubes grises que apenas dejaban ver las vigas oscuras. Olía a cerveza rancia, sudor viejo y algo más difícil de definir… tal vez humedad, o miedo acumulado durante años.
El lugar era pequeño, pero parecía más reducido aún por el silencio que reinaba allí. Solo había un puñado de clientes, hombres de rostros marcados por el tiempo y el trabajo duro, sentados junto al fuego moribundo de la chimenea. Algunos me miraron sin disimulo, otros fingieron no hacerlo. Uno, de barba sucia y ojos demasiado quietos, dio una calada profunda a su pipa y exhaló una nube densa que me alcanzó casi físicamente.
Detrás del mostrador, limpiando un vaso con un paño tan mugriento como el propio recipiente, estaba ella: la mujer que debía ser la encargada. Era rolliza, con las mejillas coloradas y los brazos fuertes como troncos. Llevaba un vestido negro desteñido, con el delantal manchado de algo que preferí no imaginar.
—¿Qué desea? —me preguntó, sin levantar la vista del vaso que frotaba con insistencia inútil.
—Una habitación para un par de días. Si es posible.
Se detuvo. Me miró por primera vez. Tenía los ojos pequeños, pero agudos, como si estuvieran acostumbrados a leer entre líneas.
—¿De paso?
—Digamos que sí —respondí, intentando sonar despreocupado.
—¿Y qué lo trae por Thornvale, forastero?
La pregunta quedó suspendida un momento, como el humo sobre nuestras cabezas. Los hombres del fondo bajaron aún más la mirada.
—Periodismo —dije al fin—. Investigación.
Ella soltó una risa breve, seca, como el crujido de una rama muerta.
—Claro. Como todos.
Me lanzó una llave oxidada sobre el mostrador. Casi rebotó antes de detenerse entre nosotros.
—La tres. Al fondo del pasillo. No haga mucho ruido al subir. Las paredes oyen… y a veces responden.
No supe si era una advertencia o una broma. Pero nadie rió.
Con la llave en la mano y el peso de las miradas en la espalda, me dirigí hacia el fondo del local, donde un hueco de escalera ascendía hacia la oscuridad. Por primera vez desde que saliera de Londres, sentí un escalofrío que no venía del frío. Sino del miedo. Aquel lugar, aquel pueblo, parecían sacados de un cuento de terror y el único con pintas de que iba a morir pronto, era yo.
Pero pese al cansancio, el estómago me rugía. El viaje había sido largo, y aunque no tenía apetito, sabía que necesitaba algo caliente dentro, por lo que me dí la vuelta en mitad de las escaleras, bajé de nuevo al bar y le pedí a la mujer —que más tarde supe que se llamaba Edda— si podía servirme algo para cenar.
—Hay estofado —dijo, sin entusiasmo—. O pastel de riñón. Y pan. Si es que eso cuenta como comida para usted.
Opté por el estofado. No era gran cosa: trozos de carne dura cocidos hasta casi deshacerse, zanahorias mustias y patatas demasiado blandas, todo en un caldo espeso que olía más a hierbas secas que a sal. Lo acompañó con un vaso de cerveza oscura, densa como sangre y con un sabor amargo que me hizo torcer el gesto al primer trago. También un poco de pan negro, tan duro que tuve que romperlo con las manos como si fuera roca.
La mesa frente a la chimenea estaba libre, pero preferí sentarme cerca de la pared. Quería tener la espalda cubierta. Mientras comía, noté cómo los hombres del fondo seguían observándome entre bocados y murmullos. Hablaban en voz baja, como si temieran que algo los escuchara desde las vigas del techo o detrás de las ventanas empañadas.
El calor del fuego comenzó a relajarme los músculos, y por primera vez en horas, dejé que mi mente se detuviera un instante. ¿Qué encontraría mañana? ¿Qué secretos guardaba realmente la Mansión Blackthorn? Pero incluso allí, en ese rincón mugriento de un pueblo olvidado, ya sentía el peso de la historia. Como si cada piedra de Thornvale tuviera memoria… y dolor.
Cuando terminé, devolví el plato vacío a la barra. Edda lo tomó sin decir palabra.
—¿Más? —preguntó.
Negué con la cabeza.
—Solo quiero dormir.
Me señaló con el mentón el pasillo oscuro.
—Buena suerte entonces.
Subí las escaleras con paso lento. Cada madera crujía bajo mis pies, como si protestaran por mi presencia. Al final del corredor estrecho, encontré la habitación tres. La puerta chirrió al abrirse, como si llevara años sin ser usada.
Dentro, el aire olía a humedad y a cera vieja. Una sola vela ardía sobre una mesita de noche astillada. Junto a ella, un pequeño crucifijo colgaba torcido de la pared. No parecía un adorno, sino una protección.
La cama era estrecha, con un colchón que olía a lana mojada y moho. Las sábanas eran ásperas, pero limpias. Me quité el abrigo y me senté en el borde. El colchón se hundió con un susurro de resortes oxidados.
Miré hacia la ventana. Las cortinas, desteñidas y finas, apenas ocultaban la oscuridad exterior. Más allá, solo se veía el bosque, quieto y vigilante. Y muy lejos, casi perdido entre las colinas, creí distinguir la silueta oscura de la Mansión Blackthorn.
No encendí la luz del techo. No quería molestar. Ni a los vivos… ni a los otros.
Me recosté vestido, con el reloj de bolsillo en la mano, como si fuera un talismán. Cerré los ojos, deseando no soñar.
Pero esa noche, soñé.
Y no fue un sueño cualquiera.
Recuerdo perfectamente aquel sueño, si es que fue un sueño lo que ocurrió. Estaba yo subiendo unas amplias escaleras que me llevaban hacia un enorme portón que cerraba el paso a un castillo. Desde lo alto de la muralla, una sombra que fumaba una enorme pipa me observaba con unos ojos rojos. Y digo una sombra, porque no veía cuerpo alguno. Solo una pequeña nube formada por lo que expulsaba la pipa, sobre la que se reflejaba una silueta coronada por aquellos ojos del infierno.
Llamé a la puerta y esta se abrió. Entré con miedo, y en lugar de encontrarme un patio de armas, me hallé en un claustro monacal. La galería, a oscuras, estaba llena de monjes con hábitos negros. Inmóviles, con las manos en las mangas, parecían observarme, pero ninguno se movía. Ni un gesto, ni un ruido. De repente, en el jardín interior se encendió una gran hoguera, que adquirió en un segundo proporciones imposibles. Las llamas eran más altas que el propio claustro. Todo pasó de la oscuridad a la iluminación sinuosa de las llamas. Gracías a ello, pude ver brillar los ojos de los monjes dentro de sus capuchas. Eran tambien rojos. Rojos como los de un animal salvaje, como lo del mismísimo perro del Infierno. Sentí mucho miedo.
Gracias a la luz de la enorme hoguera, me fijé en las columnas que sujetaban la galería cubierta. No eran de piedra, ni de mármol... ¡Eran seres humanos empalados! Todos con el garrote saliéndoles por la boca, obligándoles a mirar hacia arriba. Unos tenían hojas de parra sobre sus cuerpos, otros serpientes, sapos, ratas... Las manos de muchos permanecían atadas a la altura de sus cuellos, por los que manaba una abundante sangre roja. Tan roja como si fuera el jugo de una fruta. Tan abundante como si fuera un arroyo.
Aquel espectáculo era trágico, aterrador, pero a la vez, mágico: Las piedras antiguas iluminadas por la luz tintineante de las llamas, las columnas del claustro convertidas en carne y sangre, y detrás, los monjes, oscuros, como estatuas, parecían decenas de faros emitiendo una intena luz roja desde sus ojos... ¡Aquello era la antesala del Infierno, no me cabía duda!
Cuando recuperé el aliento, quise retroceder, salir corriendo por donde había venido, pero al girarme, me topé de bruces con un anciano. Vestía una larga túnica blanca, atada sobre el hombro izquierdo, al estilo de un senador romano. Tenía el pelo escaso y canoso. Era muy alto y muy delgado, huesos cubiertos de un largo pellejo. Su cara, ovalada y con un mentón prominente, estaba presidida por dos grandes y oscuras cuencas, sin ojos. Su boca desdentaba se movió y una voz gutural me dijo: "No vayas a la mansión." En ese momento, me desperté, empapado en sudor y temblando como un niño con fiebre.
Continuará próximamente en https://acortar.link/K1QS8Z
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