El pueblo
Para ir abriendo boca, os dejo aquí un relato. Ya lo he publicado en otros muchos sitios, pero es que quiero ver cómo este blog va avanzado y teniendo contenido.
El pueblo
Caminar entre aquellas calles desiertas, cubiertas por la bruma, sin descubrir señal alguna que indicara la existencia de otro ser humano en las inmediaciones, era algo, sencillamente, aterrador. Nadie podría pensar que en aquel lugar lúgubre y vacío de todo, apenas unas horas antes, la vida bullía por todos sus rincones. Aquellas calles, al contrario de lo que pasaba ahora, habían estado llenas de gente y los ruidos de su ajetreo llenaban todos sus rincones. Ahora, sin embargo, estaban desiertas. Mis pasos resonaban en las callejuelas y mi imagen era lo único que se reflejaba en las paredes. Las escasas farolas que alumbran mi caminar apenan llegaban a iluminar los vapores de la niebla, convirtiéndose ésta en una pantalla sobre la que mi sombra jugaba constantemente a asustarme. Mis pasos resonaban lejanos, como si quisieran indicarme con aquel sonido tétrico que allí ya no había nada. El frío calaba mis huesos y hacía que me encogiese dentro de mi gabán, escondiendo la cara bajo mi gruesa bufanda de lana. De aquella guisa, me sentía indefenso y desprotegido, temiendo, cada vez que levantaba la cabeza para orientarme, descubrir algo terrorífico, pues algo aterrador y temible era lo único que podía haber dejado al pueblo sumido en la más absoluta soledad.
Una y otra vez buscaba esperando encontrar un resto de vida, pero las ventanas de las casas seguían a oscuras, sus puertas cerradas, por las chimeneas no salía humo y ni siquiera se escuchan los ladridos de los perros, esos mismos que la noche anterior no me habían dejado dormir. Temía ser el único superviviente de algo que no llegaba a entender, o pero aún, la siguiente y última víctima de algo tan oscuro y poderoso que había sido capaz de hacer desaparecer a toda una población con el máximo sigilo, en silencio absoluto, sin tan siquiera dejar a las víctimas gritar de terror.
A aquel pueblo llegué tan solo hacía dos días. Aquella mañana el sol brillaba con fuerza y su luz nítida y pura llenaba el aire frío del invierno. El motivo de mi visita era escribir sobre las supuestas apariciones misteriosas de unas luces en las sierras cercanas; luces que se estaban observando de manera continuada en las últimas noches y sobre las que muchos vecinos afirmaban, con cierto miedo, que habían visto patrullar aquellos montes, como si buscasen, de manera insistente, alguna cosa, o ... ¡alguna víctima!
A mi director le encanta enviarme a lugares perdidos de la mano de dios para que escriba artículos sobre casos extraños y misteriosos con los que llenar las páginas centrales de nuestro diario regional de segunda categoría, que sobrevivía precisamente por artículos de aquel tipo, junto a los de conspiraciones políticas, de carácter local, que escribían otros colegas. Yo nunca he creído en nada sobrenatural, pero tengo que ganarme el pan y pagar mis facturas, como todos, por lo que escribo estos relatos con una cierta visión parcial e interesada. Describo fielmente los hechos, por supuesto, pero siempre dejo una puerta abierta a explicaciones poco ortodoxas. Incluso me afano mucho, a veces en demasía para mi gusto, para poder dejar constancia de la opinión del más crédulo e iluso de los lugareños que siempre encuentro en estos pueblos. Las explicaciones de estos personajes resultan fantásticas y muy entretenidas, por lo que son el aliño ideal a mis historias. Además, estos lugareños siempre suelen contar alguna vieja leyenda, olvidada ya casi por todos, con la que tratan de dar explicación o justificar los hechos que investigo. Estos cuentos fantásticos, maravillosos, reflejo de una mitología antigua y desconocida, son quizás los que atraen al minoritario grupo de lectores inteligentes con los que un servidor cuenta, al contrario que el resto, que viven obsesionados con fantasmas, brujos, extraterrestres u otros muchos entes de los que se alimenta la parapsicología y que yo me cuido mucho de servirle en mis relatos.
Pero estaba hablando de mi llegada al pueblo. ¡La veo ahora tan lejana! Nada más bajarme del autobús y con la calma que da la rutina, me dispuse a caminar por aquellas pocas calles en busca de la posada donde había reservado una habitación. Aquel día se celebraba el mercado semanal y los puestos estaban abarrotados de gente. Crucé el gentío, que desprendía aromas de fruta podrida mezclados con agua de colonia barata, sintiéndome en todo momento observado por los aldeanos, que apenas se esforzaban por disimular su sorpresa al verse ante un forastero. Todos se giraban y me señalaban, al igual que niños ante la caravana de un circo.
En la posada me esperaba la propietaria, María, una mujerona grande y robusta, con una cara redonda y un enorme moño, de la que solamente pude deducir, tras una observación meticulosa, que quizás tuviera unos cincuenta años, aunque aparentaba a simple vista muchos más. Tras las formalidades del registro, me acompañó hasta la habitación y una vez allí, se interesó por mi trabajo.
--¡Con que periodista! --me dijo nada más abrir la puerta de la habitación--. Espero que no nos deje a los del pueblo como paletos en sus artículos. Aquí la inmensa mayoría de la gente no cree en tonterías, no se vaya usted a creer otra cosa.
--¡Por supuesto señora! Uno ya ha viajado mucho y sabe diferenciar a las personas, no se preocupe --le respondí con un tono aburrido, de parrafada mil veces utilizada en estas situaciones--. Pero las luces, existen ¿verdad? --pregunté preocupado.
--¡Sí, sí! Por eso no se preocupe. Las luces aparecen de vez en cuando, las ha visto mucha gente. Otra cosa es la explicación que se le da a las mismas. Podrían deberse a muchas cosas, vaya usted a saber. Lo que quiero decir es que usted no debería de hacer caso de la explicación que dan aquí algunos. ¡Son sólo unos ignorantes!
--¿Y cuál es esa explicación? --pregunté.
--¡Pues cual va a ser! ¡La misma por la que usted ha venido aquí! ¡No quiera hacerse ahora el tonto conmigo! --me respondió ofendida.
--Le aseguro que solamente sé lo de las luces, pero no sé nada de posibles explicaciones, asombrosas o no. He venido con la poca información que me han dado en mi periódico: Luces en la oscuridad y revuelo en el pueblo. No sé nada más.
La posadera permaneció un momento en silencio. Parecía debatirse entre especular sobre las luces o ceñirse a su idea inicial de una explicación lógica, aunque aún no conocida. Finalmente, se decidió, y bajando la voz, como temiendo que alguien nos escuchara, dijo:
--Algunos en el pueblo creen que lo que pasa es cosa del demonio, o algo así. Yo no he terminado de entenderlo bien, pero el sacristán afirma tener pruebas de todo ello. Incluso ha convencido a los padres de todos esos niños que enfermaron.
--¿Qué niños han enfermado? --pregunté levantando la voz.
--¿No sabe nada usted de los niños? ¡Pues menudo periodista! Mejor yo no le digo nada... No quiero líos. ¡Vaya y hable con el sacristán, que él gustoso le informará de todo, no tema! Vive enfrente de la iglesia, en la Plaza mayor. No tiene pérdida --. Y salió de la habitación sin ni siquiera despedirse.
No perdí el tiempo. Tras deshacer mi maleta, salí inmediatamente hacia la iglesia en busca del sacristán. En aquel momento pensé que, a lo mejor, éste viaje sí había valido la pena. ¡Que pronto me arrepentiría de haber sido tan curioso!
oO0Oo
El sacristán eran un tipo extraño. Lo primero que me llamó la atención, nada más tenerlo delante de mis ojos, fue su constitución: El hombre era bajito, no mediría más de un metro y sesenta centímetros, pero tenía una parte de su cuerpo paralizada, por lo que caminaba encorvado, arrastrando el pie derecho y manteniendo la mano del mismo lado encogida constantemente bajo su sobaco, cosa que le hacía parecer aún mucho más pequeño. Hablaba con un escandaloso balbuceo gangoso, aliñado con un bombardeo constante de babas que se le escapaban por la comisura derecha de su boca medio paralizada. Además, a medida que se acercaba, se hacía presente un olor intenso y ácido a sudor rancio. De su cara pequeña y redonda solo destacaba su pelo negro, grasiento y muy corto, rapado casi al cero, y unos ojos tan negros y pequeños, que parecían dos alfileres clavados en la cara.
Esta fue la primera visión que tuve de éste personaje, y así se me apareció, de repente, saliendo del zaguán en penumbras a la claridad de la puerta de su casa, nada más abrir yo la parte superior de la misma y dar una fuerte voz para que alguien saliera a recibirme. Evidentemente, me asusté. Y debido a ello me costó explicarme. Pero me repuse enseguida y tras identificarme y hacerle saber qué era lo que estaba haciendo allí, en su casa, el sacristán salió a la calle y sin mediar palabra, me guió al interior de la iglesia del pueblo, ubicada a escasos metros de donde nos encontrábamos. Su única explicación fue, según sus propias palabras, que “allí estaríamos seguros”.
Nos sentamos en uno de los primeros bancos, junto al altar mayor, presidido por la imagen de un cristo crucificado de tamaño natural y tallado en una madera negra como el carbón. El lugar estaba casi a oscuras, solamente iluminado por algunas velas encendidas en el propio altar y algunas otras diseminadas a los pies de los santos que ocupaban las capillas laterales. El frío del sitio me llegaba a los huesos y el olor a incienso y humedad, mezclado con el del sudor del sacristán, me animaban a salir de allí lo antes posible, por lo que insté a mi acompañante para que me explicase su versión de lo que eran las luces que se veían en aquel pueblo.
Según él, aquellas luces eran ángeles buscando a una terrible bestia que se había escapado del infierno y que se alimentaba del alma de los incautos que caían en sus garras. En uno de los barrancos que hay detrás de la sierra existiría una de las muchas puertas que se abren directamente al infierno, y por ella escapó la criatura, a la que cada noche las luces blancas y puras tratan de capturar, pues solamente de noche es cuando sale a cazar.
La verdad es que en aquel momento pensé que la historia se me había desinflado. Relacionar las luces con los ángeles no era nada nuevo, y que esa relación la hiciese aquel tipo tampoco ayudaba a levantar la historia. Pero el recurso de la leyenda local me interesó y le pregunté por la puerta del infierno.
--Es algo que pocos conocen, pero ha existido desde siempre. En la iglesia hay algún antiguo libro que la menciona. Están documentadas al menos dos ocasiones, en estos últimos siglos, en las que algo terrible vino a éste mundo cruzándola. En la primera ocasión, en la edad media, casi todo el pueblo murió, con el cuerpo lleno de pústulas y vomitando sangre negra. En la segunda, durante el invierno de 1646, muchos niños y jóvenes fueron poseídos por el monstruo, perdiendo la razón para siempre.
--¡Pero eso son enfermedades nada más! --casi le grité, desesperado--. ¡Me está hablando de la peste y de vaya usted a saber que otro tipo de enfermedad! Yo no veo nada extraordinario en esto que me cuenta.
Vi en la mirada del sacristán odio, cuando se giró hacia mí. En aquel momento me pareció un loco defendiendo sus alucinaciones. Pero, tras hacer una pausa, me habló tranquilo y relajado.
--Lo extraordinario es que en esos textos se menciona, específicamente, que las muertes no las causó la peste, al producirse estas de forma repentina, tras verse luces en los montes cercanos,en el primero de los casos. Es evidente que aquella gente sabía diferenciar la muerte por peste de otras muertes.
--¿Y en la otra ocasión?
--Las posesiones están documentadas por actas de la Inquisición, que dejan perfecta constancia de cómo ocurrieron los hechos: Unas luces se vieron algunas noches antes, persiguiendo a algo. Algunos jóvenes y niños curiosos se acercaron y se les encontró a la mañana siguiente, delirando, entre terribles gritos, como si estuviesen siendo torturados. Así permanecieron hasta que murieron, varios años después. Los llamaron “los endemoniados”.
Tengo que reconocer que aquella parte de la historia sí me impresionó. Endemoniados en el mismo sitio y en distintas épocas era algo interesante. Pensando en ello, me vino a la cabeza una idea como un rayo.
--Esos niños de los que se habla ahora, ¿también están endemoniados?
El sacristán, con un brillo en los ojos, paseó su mirada a nuestro alrededor, y la posó en el cristo del altar. Tras unos segundos de duda, se giró hacia mí y me dijo:
--De la misma manera que todos los demás. Corrieron una noche a la sierra, a ver las luces, y los encontraron delirando al día siguiente. ¡Se han vuelto locos! ¡No razonan, no están conscientes siquiera! Pero sufren algún tipo de tormento, pues no dejan de gritar, día y noche. ¡Es algo terrible!
--¡Quiero ver a esos niños! --respondí levantando la voz más de lo debido. El sacristán me miró con media sonrisa dibujada en su desdibujada boca, como divertido de haber adivinado mi reacción.
--Sus familias los ocultan de los ojos de la gente. No quieren pasar a la posteridad como endemoniadas. A todos los han llevado lejos de éste pueblo, a centros psiquiátricos y de reposo de todas partes del país.
--¡Pero habrá nombres, instituciones, médicos a los que preguntar! Recuerde que soy periodista.
--¡No hay nada! ¡Nadie hablará con usted sobre esos niños!
Regresando a la posada, pensé que el sacristán del demonio me había tomado el pelo. Me había puesto los dientes largos para después contarme una historia de niños trasladados de los que nadie sabía nada. ¿A cuántos más les habría contado la misma milonga con tal de ser el centro de atención? Pero no todo estaba perdido. Siguiendo con mi táctica habitual, podría contar la historia tal y como me la contó él y citarlo como fuente. ¡Problema resulto! La historia tenía su fuerza, aunque fuese fruto de la imaginación del sacristán, en lugar de algo real.
Tras una suculenta comida en la posada, constituida por una excelente ensalada y un sabroso y grasiento guisado de ciervo con setas y regada con un fuerte vino tinto, decidí ponerme a trabajar en el artículo para regresar al día siguiente a casa y dar por finalizada la aventura. Con una experiencia de años, ya no perdía el tiempo buscando en persona los sucesos paranormales, pues nunca ocurrían delante de mí, ni de nadie medianamente objetivo, añadiría. Así que hacía ya mucho tiempo que me limitaba a entrevistar a algunos testigos hasta que encontraba algo sustancioso, lo ponía por escrito y regresaba a casa. Ni el diario ni yo mismo teníamos interés en alargar innecesariamente aquellas salidas. El primero simplemente por ahorrarse dietas y gastos y yo para ahorrarme incomodidades. Pero, debido seguramente a la fuerte comida, me quedé dormido en mi habitación sin tan siquiera escribir una sola línea, y cuando desperté ya estaba oscureciendo. Decidí bajar al bar de la posada y tomarme algo.
En el bar-comedor me recibió la dueña. Me habló en voz baja, para evitar que los parroquianos que estaban acodados en la barra escuchasen sus palabras:
--¿Ha hablado con el sacristán?
--¡Pues sí, la verdad! --respondí contrariado-- ¡Y de poco me ha servido! Me ha comentado algo de unos niños endemoniados que se han llevado del pueblo, así que la historia es muy bonita, pero sin pruebas, es solamente una historia. Mañana me marcho a la capital.
--¡Pues es mejor que todo quede así! --respondió ella a su vez--. Aquí a nadie le gusta que se hable de su pueblo o de su familia solamente para mencionar endemoniados, luces y aparecidos. Esas cosas no tendrán importancia donde usted vive, pero aquí marcan de por vida. ¿Le preparo ya la cena?
--No, es pronto aún. Me tomaré una copa y trabajaré un rato, antes de cenar. Póngame un whisky con hielo, por favor.
Me senté en un rincón del pequeño bar y me tomé un momento para observar a los clientes. Eran pocos, y todos ellos guardaban una cierta distancie entre sí, como queriendo proteger su espacio personal. Bebían en silencio, pausadamente, con la mirada perdida. No era aquel un lugar alegre. Cuando la dueña me trajo mi bebida, pregunté por el pésimo ambiente que flotaba en el local.
--La verdad es que han pasado cosas en el pueblo --me respondió-- y la gente está preocupada. No están los ánimos para celebraciones, precisamente.
--¿Esto tiene que ver con los endemoniados?
--Saque las conclusiones que quiera --me dijo mientras se retiraba.
En aquel preciso momento tomé la decisión de dejar el asunto definitivamente. Ya estaba cansado de tanta superstición pueblerina y había llegado el momento de darle carpetazo al tema. Redactaría mi artículo, cenaría bien, me acostaría temprano, y al día siguiente, a casa. Pero parece que cuando el demonio sigue tus pasos, nada se puede hacer para evitar terminar en sus fauces. Y así, no había yo comenzado siquiera a escribir, cuando un hombre de unos sesenta años, gordo, calvo, con unas grandes gafas de pasta que apenas cubrían sus aún más grandes y gruesas cejas, se sentó, sin pedir permiso, en mi mesa.
--¡Buenas noches, señor periodista! Usted no me conoce, pero ya todo el pueblo sabe quién es usted. Me llamo Amancio y soy el párroco del pueblo. Mi sacristán me ha comentado que ha estado usted preguntándole sobre los “endemoniados”. No quisiera molestarle, pero me gustaría dejar claro que ese hombre no ha hablado, en ningún momento, en nombre de la Iglesia, ni siquiera de la parroquia. ¿Me entiende?
Su redonda y obesa cara brillaba, perlada por el sudor. No cabía duda de que el hombre había venido corriendo en mi búsqueda. La confidencia del sacristán le había incomodado lo suficiente como para correr tras de mí. Traté de aprovecharme de ello:
--Su sacristán me ha contado cosas muy interesantes, no le quepa duda. Pero como buen periodista que soy, me gustaría escuchar su versión de lo que está ocurriendo en este pueblo. ¿Quiere tomar alguna cosa?
--Sí. Un vino tinto, por favor.
Mientras esperamos que sirvieran el vino, permanecimos en silencio, estudiándonos. Mis conclusiones sobre aquel hombre no pasaron de considerarlo el típico cura de pueblo, amante de la buena comida y de los asuntos ajenos. Las suyas sobre mí las ignoro, pero parece que lo impresioné, pues nada más llegar su bebida y retirarse la camarera, comenzó a hablar sin parar:
--¡Verá usted! Este pueblo ha vivido siempre aislado del resto del mundo. Está mal comunicado y muy lejos las poblaciones de la comarca. De hecho, solamente esta última generación ha salido de aquí. Sus antepasados han nacido y muerto en estas tierras, abandonándolas solamente para cumplir sus obligaciones militares los hombres y poco más. Los únicos forasteros aquí siempre han sido el maestro y el cura. Con esto le quiero hacer ver que la mentalidad de esta gente sigue anclada en la Edad Media, por decirlo de algún modo. No han sufrido contaminaciones “modernas”. Es por ello que las creencias de esta gente son siempre un poco “ peculiares”. Aún creen que los demonios caminan entre nosotros, y que la vida está dominada por fuerzas sobrenaturales.
--¿No cree usted, como sacerdote, en esas mismas cosas? --me atreví a comentar, cansado ya de aquella historia. El cura me miró extrañado, pero siguió hablando.
--Mi integración en este pueblo ha sido difícil, y he tenido que adaptarme como he podido. Es por ello que los exorcismos que haya podido practicar, han sido más como símbolo de la intención de la Iglesia en ayudar a estas pobres gentes que en una creencia real en demonios.
En aquel momento me quedé con la boca abierta. No había siquiera imaginado que se hubieran realizado exorcismos, pero pensándolo fríamente, era lo más natural: Donde hay endemoniados hay curas que luchan contra los demonios. La historia comenzaba a interesarme de nuevo.
--¿Cuántos exorcismo ha practicado? --le pregunté. El cura me miró con un brillo en los ojos. parecía estar manteniendo una gran lucha interior. Finalmente, apuró el vino de un trago y se inclinó sobre la mesa.
--Creo que demasiados. Han sido ocho en un solo mes, ¿lo entiende? ¡Yo nunca había realizado ninguno! ¡Ni siquiera estoy autorizado por mi obispo para hacer estas cosas! Pero la presión ha sido muy grande. Todo el pueblo me perseguía para que hiciera algo. No se me ocurrió nada más que eso.
--¿Y fueron exorcismos... normales?
--Ninguno de ellos. Ha sido algo terrible. De los ocho casos que he tratado, ninguno ocurrió como yo esperaba. Todos ellos han sido momentos de dolor y sufrimiento.
--¿Qué quiere decir?
--Los chicos que visité en sus casas presentaban todos los mismos síntomas: parecían aletargados. Estaban como sumidos en un sueño profundo, en una especie de coma, pero sin embargo, gritaban como posesos de vez en cuando, por lo que un estado de coma creo yo que no podía ser. ¡Fíjese como era, que incluso a algunos de ellos los pinché con agujas para ver su reacción! Pensaba que me estaban tomando el pelo. Pero ninguno reaccionó a los pinchazos, ni al calor de una vela acercada a su piel, ni a golpes... ¡Simplemente estaban sumidos en un sueño profundo y cada cierto tiempo, gritaban y gritaban, como si les estuviesen extrayendo los órganos del cuerpo sin anestesia!
--¿Pero cuando gritaban recuperaban la consciencia? --pregunté, extrañado de aquel cuadro clínico descrito por el sacerdote.
--¡Ni tan siquiera abrían los ojos!
--¡Pero eso no puede ser! --le respondí--. Cuando se está en coma no se sufren pesadillas. Aunque puede que estemos ante algún tipo de enfermedad poco conocida --dije tratando de buscar una explicación lógica.
--Le aseguro yo, por Dios nuestro Señor, que no es ninguna extraña enfermedad. ¡Todo esto es causado por el propio Diablo! Y estoy tan seguro de ello debido a que pude ver cosas que ninguna enfermedad puede explicar.
--¿Cómo qué? --pregunté intrigado.
--En una de las casas donde fui, había dos hermanos poseídos, por lo que tuve la oportunidad de observarlos juntos. Extrañamente, ambos comenzaban a gritar y finalizan sus gritos a la vez. Desconectados del mundo como estaban, y ajenos a todo tipo de estimulo, nadie debería de pensar que gritaban por el simple hecho de que se escuchaban entre sí. Pero es que, para descartar esta remota posibilidad, pedí a las familias de los demás niños poseídos que anotasen la hora y el minuto exacto en el que gritaban, y descubrí, aterrorizado, que todos ellos, estuviesen donde estuviesen y sin posibilidad alguna de escucharse entre sí, comenzaban a gritar a la vez. ¡Estaban sincronizados!
--¡Dios mío! ¿Qué explicación le da usted a eso?
--Solamente hay una: Todos son torturados a la vez por algo sobrenatural, que ignora las leyes físicas de la distancia.
--Pero entonces... ¿Me está usted diciendo que cree que hay posesiones demoniacas detrás de todo esto? ¿Qué usted cree en que estos niños están poseídos?
--Si yo reconozco públicamente que estamos ante posesiones demoniacas, mi obispo me envía de misionero al Senegal. Yo mismo tampoco creía en estas cosas. Pero ahí están los hechos. Estúdielos usted, como profesional que se dedica a investigar sucesos paranormales, y ayúdeme a desenmascarar este misterio, aunque solamente sea para que yo pueda dormir tranquilo por las noches.
Así se me tendió la trampa y yo, ignorante y temerario, como todas las presas fáciles, caí en ella.
--¿Cómo puedo ayudarle? --pregunté--. Se han llevado a los niños del pueblo y nadie me dirá donde están. ¿Qué puedo hacer yo?
--Uno de estos niños está en su casa. Ahora voy a visitarlo. ¿Quiere acompañarme?
¡Cómo decir que no a un ofrecimiento como ese! Era imposible. Acepté, a pesar de que incumplía mi ley no escrita de no buscar los fenómenos, de no perder el tiempo en ridículas búsquedas que nunca me habían conducido a ninguna parte. Lo único que había encontrado en las que había comenzado era vacío y oscuridad. ¿Sería en esta ocasión distinto? ¿Por fin me convencería a mi mismo de que lo sobrenatural existe, o por el contrario, fracasaría estrepitosamente, como siempre? ¡Que profesión más frustrante la del buscador de misterios! Pero si algo nos caracteriza es el no saber sacar conclusiones de los errores y el no perder nunca la esperanza, por mucho que reneguemos.
Es por ello que seguí a aquel párroco a aquella oscura casa, la cual maldigo ahora mismo, mientras corro entre las calles desiertas de este pueblo, sumergido en las tinieblas, buscando una señal de vida que no encuentro en ningún lugar. Sí, recuerdo perfectamente cómo llegué, hace tan solo dos días y cómo, engañado por el cura, entré en aquella casa donde me esperaba el diablo. Ese mismo que ahora me persigue. Ese mismo que cuando me encuentre, me torturará, como ha hecho con los otros, hasta que muera en sus manos. Ese monstruo que deambula por estas calles, venteando el aire, registrando las casas, oscureciendo el día, ocultándose en las sombras. Ese monstruo que busca mi sufrimiento para que él pueda alimentarse y sobrevivir un día más.
oO0Oo
La casa estaba a oscuras. Nada más entrar en ella, siguiendo al cura, una alarma interna se encendió en mi cabeza. Algo me decía que tenía que salir corriendo de allí, pero mi orgullo me hizo ignorar ese aviso. ¡Qué tonto fui! ¡Debería de haber corrido sin parar hasta haber perdido de vista aquel pueblo maldito! Pero no. Aguanté y avancé por el pasillo de paredes ennegrecidas, respirando un olor nauseabundo a vómitos, heces y bilis. Caminé arrastrando los pies para no tropezarme, siguiendo a la sombra del sacerdote, que caminaba delante de mí, iluminando nuestro avance con una pequeña vela. --No hay luz en la casa-- fue todo lo que me dijo Amancio antes de entrar y así, con ese simple mensaje, me sumergí en el infierno, mansamente.
El pasillo desembocó en una espaciosa habitación. En el centro de la misma había una cama y frente a ella, un gran armario. Todo el espacio estaba débilmente iluminado por algunas lamparitas de aceite colocadas sobre la mesita de noche, junto a la cabecera de la cama. Encamado encontré a un chico joven, de unos veinte años, demacrado, sucio, con el pelo largo y enmarañado. Desprendía un olor insoportable a orina y mierda. Parecía llevar en aquella cama mucho tiempo. Estaba como dormido, con los ojos cerrados y el ceño relajado. Pero enseguida comenzó a gritar, de repente, sin previo aviso. Un grito prolongado, fuerte, desgarrador. Era evidente que sufría terriblemente. Se me erizó todo el vello del cuerpo al escucharlo, y una extraña sensación de pánico me dominó. Era como si tuviese la certeza de que moriría inmediatamente; de estar abandonado frente a un peligro imposible de dominar.
Amancio, el cura, me miró, como para comprobar mi reacción, pero en sus ojos leí nuevamente el peligro. Estaban iluminados con una luz fría y a la vez dura. Su rostro mostraba una satisfacción interna que apenas se molestaba en disimular. Del bolsillo de su abrigo extrajo un libro que parecía antiguo. Su portada, de piel oscura, tenía unos extraños símbolos dibujados. Parecían rúnicos. Sin darme ningún tipo de explicación, lo abrió y comenzó a leer en voz alta. Era evidente que estaba realizando algún tipo de conjuro, pues recitaba como si estuviese diciendo misa, pero con más intensidad y fuerza, elevando su rezo por encima de los fuertes gritos del “endemoniado”. Inmediatamente mi visión comenzó a nublarse, a la vez que las lamparitas de aceite intensificaron su luz. Era una sensación extraña, veía todo con más claridad pero a la vez, más distante, más borroso. En ese momento, el cuerpo del chico de la cama se elevó, levitando, como a un metro de donde había estado tan solo hacía un segundo.
Evidentemente, pensé que estaba sufriendo una alucinación. Quizás el ambiente pútrido de la casa me estaba afectando y me había intoxicado al respirar aquel aire contaminado por los excrementos y a saber cuantas cosas más. Pero sin apenas darme tiempo a meditar sobre el asunto, el cura sacó una daga y sin dejar de conjurar, cortó de un tajo la garganta del chico. La sangre salió propulsada hacia mi cara, ya que el cuerpo, al levitar, había quedado a la altura de mis hombros, llenándome la boca de aquel líquido espeso de sabor dulzón. ¡Qué sensación tan terrible la de tener la tener la boca llena de sangre aún caliente! Lo más terrible de todo es que el chico seguía gritando, a pesar que era evidente de que sus cuerdas vocales habían sido seccionadas.
--¡Recibe, Satán, esta ofrenda de sangre, y libera a nuestro pueblo de tu maldición! --gritaba el cura.
--¿Qué ha hecho? --le grité yo--. ¡Ha matado a ese chico!
--¡Es un sacrificio necesario! Usted no lo comprende... ¡El diablo tiene que recibir sus dos ofrendas antes de abandonar este mundo y regresar al infierno! Una es de sangre y la otra será espiritual.
--¿Cómo dice?
--Satán tiene que recibir una muerte y un alma no conocida por él. Ahí es donde usted tendrá que ayudarme. El demonio lo poseerá a usted, que es una persona que nunca ha vivido en éste pueblo, que no tiene antepasados que sean de aquí ... ¡Que éste demonio no puede conocer, ni por su persona ni por su ascendentes! Era necesario utilizar a un forastero para esto. Con el maestro nos salió mal el conjuro y murió sin que el demonio se fuera, por lo que nos inventamos la historia de las luces para hacer que alguien viniera a visitarnos. ¡Y vino usted!
Me sentí desfallecer. Mis piernas cedieron ante mi peso y me dejaron caer al suelo. Antes de perder el conocimiento, aún pude escuchar al cura cómo continuaba con sus conjuros, y cómo una sombra translúcida, siniestra, salía del cuerpo del joven y venía hacia mí.
--¡Recibe, Satán, esta alma nueva y libera a nuestro pueblo de tu maldición! --gritó nuevamente Amancio. Me desmayé.
Lo siguiente que recuerdo fue despertar en medio de la noche, tirado en la calle, frente a la casa maldita. Evidentemente, salí de allí corriendo, sabiendo que aquella sombra me perseguiría para llevarse mi alma al infierno. Busqué refugio entre los habitantes del pueblo, pero éste parecía desierto. Todas las puertas estaban cerradas, todas las casas, abandonadas. ¡Era algo inconcebible! El terror se adueñó de mí y creo que he estado caminando por estas callejas días enteros. Pero unos días muy extraños, pues nunca salió el sol ni desapareció la niebla. Y nunca pude abandonar las calles. Por mucho que corriese en una única dirección, no podía salir del pueblo.
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Por fin, hoy, rendido, cansado de esconderme de las sombras, decidí enfrentarme a mi destino y me dejé desfallecer en mitad de la plaza mayor, esperando ser encontrado. Enseguida vi la sombra siniestra rectar hacia mí, lentamente, saboreando su victoria. Se colocó sobre mi pecho y una fuerte luz salió de lo que parecía ser su boca. Una luz que me inundó. Creo que perdí nuevamente el conocimiento, y me he despertado aquí, en esta cama. ¿Dónde estoy?
--Está en el hospital comarcal, no se preocupe. No somos demonios --. Dijo el doctor, sonriendo--. Ha sufrido una fuerte intoxicación, pero ya está controlado.
--¡Lo sabía! Me intoxiqué al entrar en aquella casa oscura, ¿verdad?
--No. Mucho antes. Se envenenó con el guiso de ciervo que cenó. Las setas eran venenosas. Cuatro personas más de ese pueblo tengo ingresadas aquí por comer lo mismo.
--¡Dios mío! Entonces, mi entrevista con el cura, la visita al endemoniado... ¡Todo ha sido fruto de mi imaginación!
--No le quepa duda. En ese pueblo no hay iglesia siquiera, contra más cura. Por eso le llaman el pueblo de los endemoniados, porque nunca se construyó un templo en él.
--¿Y lo de las luces en la sierra?
--Parece ser que algún piloto de helicóptero, haciendo prácticas de vuelo nocturno, ha estado jugando con el foco y dándole sustos a la gente de varios pueblos de la comarca. Ya ha sido expedientado, según el periódico de hoy.
--¡Vale, vale! Pero antes de cenar, estuve hablando en una iglesia con su sacristán. ¿Cómo se explica eso?
--Puede que haya confundido la secuencia de los hechos y crea como real y anterior algo que vivió posteriormente y solo en su imaginación. Le puedo garantizar que después de 1646, año en que, precisamente un sacristán medio paralizado por una fiebres infantiles, quemó la iglesia, no ha existido ninguna otra en ese pueblo. Aquella se derrumbó y sobre sus cimientos se construyó la plaza mayor actual y nunca nadie propuso levantar otra. Y eso lo sé porque soy aficionado a la historia local y presumo de ser el cronista de la comarca.
El periodista se quedó en silencio, valorando la explicación del médico. Pero por muchas vueltas que le daba en su cabeza, no encajaba. ¿Cómo pudo fantasear sobre el sacristán sin saber nada de su historia, o por qué le mencionó éste el año 1646? Finalmente, concluyó que había ocurrido algo extraño, raro... inexplicable. Algo que él no alcanzaba a comprender. Había sufrido una broma muy macabra. La ciencia podría explicar sus alucinaciones, pero ¿cómo acudió a ellas el sacristán? Por mucho que se esforzaba, no era capaz de comprenderlo.
--Lo peor de todo esto es que si cuento esta historia tal y como creo que ha sucedido --dijo finalmente, rompiendo definitivamente sus pensamientos--, al igual que he hecho en otras ocasiones, ni siquiera mis lectores más crédulos se la van a creer.
--Ese es el sino de los buscadores de misterios --respondió el doctor--. Los misterios auténticos no se pueden contar, como se cuenta un cuento a un grupo de niños, pues nunca somos capaces de comprenderlos plenamente. Siempre hay en lo más profundo de ellos una cuestión, un dato, una duda, que nos hará sospechar de todo razonamiento lógico que queramos aplicarles y así, preferiremos rendiremos antes de tratar de comprenderlos.