El pueblo

Author Luis Garcia Reading time 35 minutes

Para ir abriendo boca, os dejo aquí un relato. Ya lo he publicado en otros muchos sitios, pero es que quiero ver cómo este blog va avanzado y teniendo contenido.

El pueblo 

Caminar entre aquellas calles desiertas, cubiertas por la bruma,  sin descubrir señal alguna que indicara la existencia de otro ser  humano en las inmediaciones, era algo, sencillamente, aterrador.  Nadie podría pensar que en aquel lugar lúgubre y vacío de todo,  apenas unas horas antes, la vida bullía por todos sus rincones.  Aquellas calles, al contrario de lo que pasaba ahora, habían  estado llenas de gente y los ruidos de su ajetreo llenaban todos  sus rincones. Ahora, sin embargo, estaban desiertas. Mis pasos  resonaban en las callejuelas y mi imagen era lo único que se  reflejaba en las paredes. Las escasas farolas que alumbran mi  caminar apenan llegaban a iluminar los vapores de la niebla,  convirtiéndose ésta en una pantalla sobre la que mi sombra jugaba  constantemente a asustarme. Mis pasos resonaban lejanos, como si  quisieran indicarme con aquel sonido tétrico que allí ya no había  nada. El frío calaba mis huesos y hacía que me encogiese dentro  de mi gabán, escondiendo la cara bajo mi gruesa bufanda de lana.  De aquella guisa, me sentía indefenso y desprotegido, temiendo,  cada vez que levantaba la cabeza para orientarme, descubrir algo  terrorífico, pues algo aterrador y temible era lo único que podía  haber dejado al pueblo sumido en la más absoluta soledad.  

Una y otra vez buscaba esperando encontrar un resto de vida, pero  las ventanas de las casas seguían a oscuras, sus puertas  cerradas, por las chimeneas no salía humo y ni siquiera se  escuchan los ladridos de los perros, esos mismos que la noche  anterior no me habían dejado dormir. Temía ser el único  superviviente de algo que no llegaba a entender, o pero aún, la  siguiente y última víctima de algo tan oscuro y poderoso que  había sido capaz de hacer desaparecer a toda una población con el  máximo sigilo, en silencio absoluto, sin tan siquiera dejar a las  víctimas gritar de terror. 

A aquel pueblo llegué tan solo  hacía dos días. Aquella mañana el sol brillaba con fuerza y su  luz nítida y pura llenaba el aire frío del invierno. El motivo de  mi visita era escribir sobre las supuestas apariciones  misteriosas de unas luces en las sierras cercanas; luces que se  estaban observando de manera continuada en las últimas noches y  sobre las que muchos vecinos afirmaban, con cierto miedo, que  habían visto patrullar aquellos montes, como si buscasen, de  manera insistente, alguna cosa, o ... ¡alguna víctima! 

A mi director le encanta enviarme a lugares perdidos de la mano  de dios para que escriba artículos sobre casos extraños y  misteriosos con los que llenar las páginas centrales de nuestro  diario regional de segunda categoría, que sobrevivía precisamente  por artículos de aquel tipo, junto a los de conspiraciones  políticas, de carácter local, que escribían otros colegas. Yo  nunca he creído en nada sobrenatural, pero tengo que ganarme el  pan y pagar mis facturas, como todos, por lo que escribo estos  relatos con una cierta visión parcial e interesada. Describo  fielmente los hechos, por supuesto, pero siempre dejo una puerta  abierta a explicaciones poco ortodoxas. Incluso me afano mucho, a  veces en demasía para mi gusto, para poder dejar constancia de la  opinión del más crédulo e iluso de los lugareños que siempre  encuentro en estos pueblos. Las explicaciones de estos personajes  resultan fantásticas y muy entretenidas, por lo que son el aliño  ideal a mis historias. Además, estos lugareños siempre suelen  contar alguna vieja leyenda, olvidada ya casi por todos, con la  que tratan de dar explicación o justificar los hechos que  investigo. Estos cuentos fantásticos, maravillosos, reflejo de  una mitología antigua y desconocida, son quizás los que atraen al  minoritario grupo de lectores inteligentes con los que un  servidor cuenta, al contrario que el resto, que viven  obsesionados con fantasmas, brujos, extraterrestres u otros  muchos entes de los que se alimenta la parapsicología y que yo me  cuido mucho de servirle en mis relatos. 

Pero estaba hablando de mi llegada al pueblo. ¡La veo ahora tan  lejana! Nada más bajarme del autobús y con la calma que da la  rutina, me dispuse a caminar por aquellas pocas calles en busca  de la posada donde había reservado una habitación. Aquel día se  celebraba el mercado semanal y los puestos estaban abarrotados de  gente. Crucé el gentío, que desprendía aromas de fruta podrida  mezclados con agua de colonia barata, sintiéndome en todo momento  observado por los aldeanos, que apenas se esforzaban por  disimular su sorpresa al verse ante un forastero. Todos se  giraban y me señalaban, al igual que niños ante la caravana de un  circo.  

En la posada me esperaba la propietaria, María, una mujerona  grande y robusta, con una cara redonda y un enorme moño, de la  que solamente pude deducir, tras una observación meticulosa, que  quizás tuviera unos cincuenta años, aunque aparentaba a simple  vista muchos más. Tras las formalidades del registro, me acompañó  hasta la habitación y una vez allí, se interesó por mi trabajo. 

--¡Con que periodista! --me dijo nada más abrir la puerta de la  habitación--. Espero que no nos deje a los del pueblo como  paletos en sus artículos. Aquí la inmensa mayoría de la gente no  cree en tonterías, no se vaya usted a creer otra cosa. 

--¡Por supuesto señora! Uno ya ha viajado mucho y sabe  diferenciar a las personas, no se preocupe --le respondí con un  tono aburrido, de parrafada mil veces utilizada en estas  situaciones--. Pero las luces, existen ¿verdad? --pregunté  preocupado. 

--¡Sí, sí! Por eso no se preocupe. Las luces aparecen de vez en  cuando, las ha visto mucha gente. Otra cosa es la explicación que  se le da a las mismas. Podrían deberse a muchas cosas, vaya usted  a saber. Lo que quiero decir es que usted no debería de hacer  caso de la explicación que dan aquí algunos. ¡Son sólo unos  ignorantes! 

--¿Y cuál es esa explicación? --pregunté. 

--¡Pues cual va a ser! ¡La misma por la que usted ha venido aquí!  ¡No quiera hacerse ahora el tonto conmigo! --me respondió  ofendida. 

--Le aseguro que solamente sé lo de las luces, pero no sé nada de  posibles explicaciones, asombrosas o no. He venido con la poca  información que me han dado en mi periódico: Luces en la  oscuridad y revuelo en el pueblo. No sé nada más. 

La posadera permaneció un momento en silencio. Parecía debatirse  entre especular sobre las luces o ceñirse a su idea inicial de  una explicación lógica, aunque aún no conocida. Finalmente, se  decidió, y bajando la voz, como temiendo que alguien nos  escuchara, dijo: 

--Algunos en el pueblo creen que lo que pasa es cosa del demonio,  o algo así. Yo no he terminado de entenderlo bien, pero el  sacristán afirma tener pruebas de todo ello. Incluso ha  convencido a los padres de todos esos niños que enfermaron. 

--¿Qué niños han enfermado? --pregunté levantando la voz. 

--¿No sabe nada usted de los niños? ¡Pues menudo periodista!  Mejor yo no le digo nada... No quiero líos. ¡Vaya y hable con el  sacristán, que él gustoso le informará de todo, no tema! Vive  enfrente de la iglesia, en la Plaza mayor. No tiene pérdida --. Y  salió de la habitación sin ni siquiera despedirse. 

No perdí el tiempo. Tras deshacer mi maleta, salí inmediatamente  hacia la iglesia en busca del sacristán. En aquel momento pensé  que, a lo mejor, éste viaje sí había valido la pena. ¡Que pronto  me arrepentiría de haber sido tan curioso!

oO0Oo 

El sacristán eran un tipo extraño. Lo primero que me llamó la  atención, nada más tenerlo delante de mis ojos, fue su  constitución: El hombre era bajito, no mediría más de un metro y  sesenta centímetros, pero tenía una parte de su cuerpo  paralizada, por lo que caminaba encorvado, arrastrando el pie  derecho y manteniendo la mano del mismo lado encogida  constantemente bajo su sobaco, cosa que le hacía parecer aún  mucho más pequeño. Hablaba con un escandaloso balbuceo gangoso,  aliñado con un bombardeo constante de babas que se le escapaban  por la comisura derecha de su boca medio paralizada. Además, a  medida que se acercaba, se hacía presente un olor intenso y ácido  a sudor rancio. De su cara pequeña y redonda solo destacaba su  pelo negro, grasiento y muy corto, rapado casi al cero, y unos  ojos tan negros y pequeños, que parecían dos alfileres clavados  en la cara.  

Esta fue la primera visión que tuve de éste personaje, y así se  me apareció, de repente, saliendo del zaguán en penumbras a la  claridad de la puerta de su casa, nada más abrir yo la parte  superior de la misma y dar una fuerte voz para que alguien  saliera a recibirme. Evidentemente, me asusté. Y debido a ello me  costó explicarme. Pero me repuse enseguida y tras identificarme y  hacerle saber qué era lo que estaba haciendo allí, en su casa, el  sacristán salió a la calle y sin mediar palabra, me guió al  interior de la iglesia del pueblo, ubicada a escasos metros de  donde nos encontrábamos. Su única explicación fue, según sus  propias palabras, que “allí estaríamos seguros”.  

Nos sentamos en uno de los primeros bancos, junto al altar mayor,  presidido por la imagen de un cristo crucificado de tamaño  natural y tallado en una madera negra como el carbón. El lugar  estaba casi a oscuras, solamente iluminado por algunas velas  encendidas en el propio altar y algunas otras diseminadas a los  pies de los santos que ocupaban las capillas laterales. El frío  del sitio me llegaba a los huesos y el olor a incienso y humedad,  mezclado con el del sudor del sacristán, me animaban a salir de  allí lo antes posible, por lo que insté a mi acompañante para que  me explicase su versión de lo que eran las luces que se veían en  aquel pueblo. 

Según él, aquellas luces eran ángeles buscando a una terrible  bestia que se había escapado del infierno y que se alimentaba del  alma de los incautos que caían en sus garras. En uno de los  barrancos que hay detrás de la sierra existiría una de las muchas  puertas que se abren directamente al infierno, y por ella escapó  la criatura, a la que cada noche las luces blancas y puras tratan  de capturar, pues solamente de noche es cuando sale a cazar. 

La verdad es que en aquel momento pensé que la historia se me  había desinflado. Relacionar las luces con los ángeles no era  nada nuevo, y que esa relación la hiciese aquel tipo tampoco  ayudaba a levantar la historia. Pero el recurso de la leyenda  local me interesó y le pregunté por la puerta del infierno. 

--Es algo que pocos conocen, pero ha existido desde siempre. En  la iglesia hay algún antiguo libro que la menciona. Están  documentadas al menos dos ocasiones, en estos últimos siglos, en  las que algo terrible vino a éste mundo cruzándola. En la primera  ocasión, en la edad media, casi todo el pueblo murió, con el  cuerpo lleno de pústulas y vomitando sangre negra. En la segunda,  durante el invierno de 1646, muchos niños y jóvenes fueron  poseídos por el monstruo, perdiendo la razón para siempre. 

--¡Pero eso son enfermedades nada más! --casi le grité,  desesperado--. ¡Me está hablando de la peste y de vaya usted a  saber que otro tipo de enfermedad! Yo no veo nada extraordinario  en esto que me cuenta. 

Vi en la mirada del sacristán odio, cuando se giró hacia mí. En  aquel momento me pareció un loco defendiendo sus alucinaciones.  Pero, tras hacer una pausa, me habló tranquilo y relajado. 

--Lo extraordinario es que en esos textos se menciona,  específicamente, que las muertes no las causó la peste, al  producirse estas de forma repentina, tras verse luces en los  montes cercanos,en el primero de los casos. Es evidente que  aquella gente sabía diferenciar la muerte por peste de otras  muertes. 

--¿Y en la otra ocasión? 

--Las posesiones están documentadas por actas de la Inquisición,  que dejan perfecta constancia de cómo ocurrieron los hechos: Unas  luces se vieron algunas noches antes, persiguiendo a algo.  Algunos jóvenes y niños curiosos se acercaron y se les encontró a  la mañana siguiente, delirando, entre terribles gritos, como si  estuviesen siendo torturados. Así permanecieron hasta que  murieron, varios años después. Los llamaron “los endemoniados”. 

Tengo que reconocer que aquella parte de la historia sí me  impresionó. Endemoniados en el mismo sitio y en distintas épocas  era algo interesante. Pensando en ello, me vino a la cabeza una  idea como un rayo. 

--Esos niños de los que se habla ahora, ¿también están  endemoniados? 

El sacristán, con un brillo en los ojos, paseó su mirada a  nuestro alrededor, y la posó en el cristo del altar. Tras unos  segundos de duda, se giró hacia mí y me dijo: 

--De la misma manera que todos los demás. Corrieron una noche a  la sierra, a ver las luces, y los encontraron delirando al día  siguiente. ¡Se han vuelto locos! ¡No razonan, no están  conscientes siquiera! Pero sufren algún tipo de tormento, pues no  dejan de gritar, día y noche. ¡Es algo terrible! 

--¡Quiero ver a esos niños! --respondí levantando la voz más de  lo debido. El sacristán me miró con media sonrisa dibujada en su  desdibujada boca, como divertido de haber adivinado mi reacción. 

--Sus familias los ocultan de los ojos de la gente. No quieren  pasar a la posteridad como endemoniadas. A todos los han llevado  lejos de éste pueblo, a centros psiquiátricos y de reposo de  todas partes del país.  

--¡Pero habrá nombres, instituciones, médicos a los que  preguntar! Recuerde que soy periodista. 

--¡No hay nada! ¡Nadie hablará con usted sobre esos niños! 

Regresando a la posada, pensé que el sacristán del demonio me  había tomado el pelo. Me había puesto los dientes largos para  después contarme una historia de niños trasladados de los que  nadie sabía nada. ¿A cuántos más les habría contado la misma  milonga con tal de ser el centro de atención? Pero no todo estaba  perdido. Siguiendo con mi táctica habitual, podría contar la  historia tal y como me la contó él y citarlo como fuente.  ¡Problema resulto! La historia tenía su fuerza, aunque fuese  fruto de la imaginación del sacristán, en lugar de algo real.  

Tras una suculenta comida en la posada, constituida por una  excelente ensalada y un sabroso y grasiento guisado de ciervo con  setas y regada con un fuerte vino tinto, decidí ponerme a  trabajar en el artículo para regresar al día siguiente a casa y  dar por finalizada la aventura. Con una experiencia de años, ya  no perdía el tiempo buscando en persona los sucesos paranormales,  pues nunca ocurrían delante de mí, ni de nadie medianamente  objetivo, añadiría. Así que hacía ya mucho tiempo que me limitaba  a entrevistar a algunos testigos hasta que encontraba algo  sustancioso, lo ponía por escrito y regresaba a casa. Ni el  diario ni yo mismo teníamos interés en alargar innecesariamente  aquellas salidas. El primero simplemente por ahorrarse dietas y  gastos y yo para ahorrarme incomodidades. Pero, debido  seguramente a la fuerte comida, me quedé dormido en mi habitación  sin tan siquiera escribir una sola línea, y cuando desperté ya  estaba oscureciendo. Decidí bajar al bar de la posada y tomarme  algo. 

En el bar-comedor me recibió la dueña. Me habló en voz baja, para  evitar que los parroquianos que estaban acodados en la barra  escuchasen sus palabras: 

--¿Ha hablado con el sacristán? 

--¡Pues sí, la verdad! --respondí contrariado-- ¡Y de poco me ha  servido! Me ha comentado algo de unos niños endemoniados que se  han llevado del pueblo, así que la historia es muy bonita, pero  sin pruebas, es solamente una historia. Mañana me marcho a la  capital. 

--¡Pues es mejor que todo quede así! --respondió ella a su vez--.  Aquí a nadie le gusta que se hable de su pueblo o de su familia  solamente para mencionar endemoniados, luces y aparecidos. Esas  cosas no tendrán importancia donde usted vive, pero aquí marcan  de por vida. ¿Le preparo ya la cena? 

--No, es pronto aún. Me tomaré una copa y trabajaré un rato,  antes de cenar. Póngame un whisky con hielo, por favor. 

Me senté en un rincón del pequeño bar y me tomé un momento para  observar a los clientes. Eran pocos, y todos ellos guardaban una  cierta distancie entre sí, como queriendo proteger su espacio  personal. Bebían en silencio, pausadamente, con la mirada  perdida. No era aquel un lugar alegre. Cuando la dueña me trajo  mi bebida, pregunté por el pésimo ambiente que flotaba en el  local. 

--La verdad es que han pasado cosas en el pueblo --me respondió--  y la gente está preocupada. No están los ánimos para  celebraciones, precisamente. 

--¿Esto tiene que ver con los endemoniados? 

--Saque las conclusiones que quiera --me dijo mientras se  retiraba. 

En aquel preciso momento tomé la decisión de dejar el asunto  definitivamente. Ya estaba cansado de tanta superstición  pueblerina y había llegado el momento de darle carpetazo al tema.  Redactaría mi artículo, cenaría bien, me acostaría temprano, y al  día siguiente, a casa. Pero parece que cuando el demonio sigue  tus pasos, nada se puede hacer para evitar terminar en sus  fauces. Y así, no había yo comenzado siquiera a escribir, cuando  un hombre de unos sesenta años, gordo, calvo, con unas grandes  gafas de pasta que apenas cubrían sus aún más grandes y gruesas  cejas, se sentó, sin pedir permiso, en mi mesa. 

--¡Buenas noches, señor periodista! Usted no me conoce, pero ya  todo el pueblo sabe quién es usted. Me llamo Amancio y soy el  párroco del pueblo. Mi sacristán me ha comentado que ha estado  usted preguntándole sobre los “endemoniados”. No quisiera  molestarle, pero me gustaría dejar claro que ese hombre no ha  hablado, en ningún momento, en nombre de la Iglesia, ni siquiera  de la parroquia. ¿Me entiende? 

Su redonda y obesa cara brillaba, perlada por el sudor. No cabía  duda de que el hombre había venido corriendo en mi búsqueda. La  confidencia del sacristán le había incomodado lo suficiente como  para correr tras de mí. Traté de aprovecharme de ello: 

--Su sacristán me ha contado cosas muy interesantes, no le quepa  duda. Pero como buen periodista que soy, me gustaría escuchar su  versión de lo que está ocurriendo en este pueblo. ¿Quiere tomar  alguna cosa? 

--Sí. Un vino tinto, por favor. 

Mientras esperamos que sirvieran el vino, permanecimos en  silencio, estudiándonos. Mis conclusiones sobre aquel hombre no  pasaron de considerarlo el típico cura de pueblo, amante de la  buena comida y de los asuntos ajenos. Las suyas sobre mí las  ignoro, pero parece que lo impresioné, pues nada más llegar su  bebida y retirarse la camarera, comenzó a hablar sin parar: 

--¡Verá usted! Este pueblo ha vivido siempre aislado del resto  del mundo. Está mal comunicado y muy lejos las poblaciones de la  comarca. De hecho, solamente esta última generación ha salido de  aquí. Sus antepasados han nacido y muerto en estas tierras,  abandonándolas solamente para cumplir sus obligaciones militares  los hombres y poco más. Los únicos forasteros aquí siempre han  sido el maestro y el cura. Con esto le quiero hacer ver que la  mentalidad de esta gente sigue anclada en la Edad Media, por  decirlo de algún modo. No han sufrido contaminaciones “modernas”.  Es por ello que las creencias de esta gente son siempre un poco “ peculiares”. Aún creen que los demonios caminan entre nosotros, y  que la vida está dominada por fuerzas sobrenaturales. 

--¿No cree usted, como sacerdote, en esas mismas cosas? --me  atreví a comentar, cansado ya de aquella historia. El cura me  miró extrañado, pero siguió hablando. 

--Mi integración en este pueblo ha sido difícil, y he tenido que  adaptarme como he podido. Es por ello que los exorcismos que haya  podido practicar, han sido más como símbolo de la intención de la  Iglesia en ayudar a estas pobres gentes que en una creencia real  en demonios. 

En aquel momento me quedé con la boca abierta. No había siquiera  imaginado que se hubieran realizado exorcismos, pero pensándolo  fríamente, era lo más natural: Donde hay endemoniados hay curas  que luchan contra los demonios. La historia comenzaba a  interesarme de nuevo.  

--¿Cuántos exorcismo ha practicado? --le pregunté. El cura me  miró con un brillo en los ojos. parecía estar manteniendo una  gran lucha interior. Finalmente, apuró el vino de un trago y se  inclinó sobre la mesa. 

--Creo que demasiados. Han sido ocho en un solo mes, ¿lo  entiende? ¡Yo nunca había realizado ninguno! ¡Ni siquiera estoy  autorizado por mi obispo para hacer estas cosas! Pero la presión  ha sido muy grande. Todo el pueblo me perseguía para que hiciera  algo. No se me ocurrió nada más que eso. 

--¿Y fueron exorcismos... normales? 

--Ninguno de ellos. Ha sido algo terrible. De los ocho casos que  he tratado, ninguno ocurrió como yo esperaba. Todos ellos han  sido momentos de dolor y sufrimiento.  

--¿Qué quiere decir? 

--Los chicos que visité en sus casas presentaban todos los mismos  síntomas: parecían aletargados. Estaban como sumidos en un sueño  profundo, en una especie de coma, pero sin embargo, gritaban como  posesos de vez en cuando, por lo que un estado de coma creo yo  que no podía ser. ¡Fíjese como era, que incluso a algunos de  ellos los pinché con agujas para ver su reacción! Pensaba que me  estaban tomando el pelo. Pero ninguno reaccionó a los pinchazos,  ni al calor de una vela acercada a su piel, ni a golpes...  ¡Simplemente estaban sumidos en un sueño profundo y cada cierto  tiempo, gritaban y gritaban, como si les estuviesen extrayendo  los órganos del cuerpo sin anestesia! 

--¿Pero cuando gritaban recuperaban la consciencia? --pregunté,  extrañado de aquel cuadro clínico descrito por el sacerdote. 

--¡Ni tan siquiera abrían los ojos! 

--¡Pero eso no puede ser! --le respondí--. Cuando se está en coma  no se sufren pesadillas. Aunque puede que estemos ante algún tipo  de enfermedad poco conocida --dije tratando de buscar una  explicación lógica. 

--Le aseguro yo, por Dios nuestro Señor, que no es ninguna  extraña enfermedad. ¡Todo esto es causado por el propio Diablo! Y  estoy tan seguro de ello debido a que pude ver cosas que ninguna  enfermedad puede explicar. 

--¿Cómo qué? --pregunté intrigado. 

--En una de las casas donde fui, había dos hermanos poseídos, por  lo que tuve la oportunidad de observarlos juntos. Extrañamente,  ambos comenzaban a gritar y finalizan sus gritos a la vez.  Desconectados del mundo como estaban, y ajenos a todo tipo de  estimulo, nadie debería de pensar que gritaban por el simple  hecho de que se escuchaban entre sí. Pero es que, para descartar  esta remota posibilidad, pedí a las familias de los demás niños  poseídos que anotasen la hora y el minuto exacto en el que  gritaban, y descubrí, aterrorizado, que todos ellos, estuviesen  donde estuviesen y sin posibilidad alguna de escucharse entre sí,  comenzaban a gritar a la vez. ¡Estaban sincronizados! 

--¡Dios mío! ¿Qué explicación le da usted a eso? 

--Solamente hay una: Todos son torturados a la vez por algo  sobrenatural, que ignora las leyes físicas de la distancia. 

--Pero entonces... ¿Me está usted diciendo que cree que hay  posesiones demoniacas detrás de todo esto? ¿Qué usted cree en que  estos niños están poseídos? 

--Si yo reconozco públicamente que estamos ante posesiones  demoniacas, mi obispo me envía de misionero al Senegal. Yo mismo  tampoco creía en estas cosas. Pero ahí están los hechos.  Estúdielos usted, como profesional que se dedica a investigar  sucesos paranormales, y ayúdeme a desenmascarar este misterio,  aunque solamente sea para que yo pueda dormir tranquilo por las  noches.  

Así se me tendió la trampa y yo, ignorante y temerario, como  todas las presas fáciles, caí en ella.  

--¿Cómo puedo ayudarle? --pregunté--. Se han llevado a los niños  del pueblo y nadie me dirá donde están. ¿Qué puedo hacer yo? 

--Uno de estos niños está en su casa. Ahora voy a visitarlo.  ¿Quiere acompañarme? 

¡Cómo decir que no a un ofrecimiento como ese! Era imposible.  Acepté, a pesar de que incumplía mi ley no escrita de no buscar  los fenómenos, de no perder el tiempo en ridículas búsquedas que  nunca me habían conducido a ninguna parte. Lo único que había  encontrado en las que había comenzado era vacío y oscuridad.  ¿Sería en esta ocasión distinto? ¿Por fin me convencería a mi  mismo de que lo sobrenatural existe, o por el contrario,  fracasaría estrepitosamente, como siempre? ¡Que profesión más  frustrante la del buscador de misterios! Pero si algo nos  caracteriza es el no saber sacar conclusiones de los errores y el  no perder nunca la esperanza, por mucho que reneguemos.  

Es por ello que seguí a aquel párroco a aquella oscura casa, la  cual maldigo ahora mismo, mientras corro entre las calles  desiertas de este pueblo, sumergido en las tinieblas, buscando  una señal de vida que no encuentro en ningún lugar. Sí, recuerdo  perfectamente cómo llegué, hace tan solo dos días y cómo,  engañado por el cura, entré en aquella casa donde me esperaba el  diablo. Ese mismo que ahora me persigue. Ese mismo que cuando me  encuentre, me torturará, como ha hecho con los otros, hasta que  muera en sus manos. Ese monstruo que deambula por estas calles,  venteando el aire, registrando las casas, oscureciendo el día,  ocultándose en las sombras. Ese monstruo que busca mi sufrimiento  para que él pueda alimentarse y sobrevivir un día más. 

oO0Oo 

La casa estaba a oscuras. Nada más entrar en ella, siguiendo al  cura, una alarma interna se encendió en mi cabeza. Algo me decía  que tenía que salir corriendo de allí, pero mi orgullo me hizo  ignorar ese aviso. ¡Qué tonto fui! ¡Debería de haber corrido sin  parar hasta haber perdido de vista aquel pueblo maldito! Pero no.  Aguanté y avancé por el pasillo de paredes ennegrecidas,  respirando un olor nauseabundo a vómitos, heces y bilis. Caminé  arrastrando los pies para no tropezarme, siguiendo a la sombra  del sacerdote, que caminaba delante de mí, iluminando nuestro  avance con una pequeña vela. --No hay luz en la casa-- fue todo  lo que me dijo Amancio antes de entrar y así, con ese simple  mensaje, me sumergí en el infierno, mansamente. 

El pasillo desembocó en una espaciosa habitación. En el centro de  la misma había una cama y frente a ella, un gran armario. Todo el  espacio estaba débilmente iluminado por algunas lamparitas de  aceite colocadas sobre la mesita de noche, junto a la cabecera de  la cama. Encamado encontré a un chico joven, de unos veinte años,  demacrado, sucio, con el pelo largo y enmarañado. Desprendía un  olor insoportable a orina y mierda. Parecía llevar en aquella  cama mucho tiempo. Estaba como dormido, con los ojos cerrados y  el ceño relajado. Pero enseguida comenzó a gritar, de repente,  sin previo aviso. Un grito prolongado, fuerte, desgarrador. Era  evidente que sufría terriblemente. Se me erizó todo el vello del  cuerpo al escucharlo, y una extraña sensación de pánico me  dominó. Era como si tuviese la certeza de que moriría  inmediatamente; de estar abandonado frente a un peligro imposible  de dominar.  

Amancio, el cura, me miró, como para comprobar mi reacción, pero  en sus ojos leí nuevamente el peligro. Estaban iluminados con una  luz fría y a la vez dura. Su rostro mostraba una satisfacción  interna que apenas se molestaba en disimular. Del bolsillo de su  abrigo extrajo un libro que parecía antiguo. Su portada, de piel  oscura, tenía unos extraños símbolos dibujados. Parecían rúnicos.  Sin darme ningún tipo de explicación, lo abrió y comenzó a leer  en voz alta. Era evidente que estaba realizando algún tipo de  conjuro, pues recitaba como si estuviese diciendo misa, pero con  más intensidad y fuerza, elevando su rezo por encima de los  fuertes gritos del “endemoniado”. Inmediatamente mi visión  comenzó a nublarse, a la vez que las lamparitas de aceite  intensificaron su luz. Era una sensación extraña, veía todo con  más claridad pero a la vez, más distante, más borroso. En ese  momento, el cuerpo del chico de la cama se elevó, levitando, como  a un metro de donde había estado tan solo hacía un segundo. 

Evidentemente, pensé que estaba sufriendo una alucinación. Quizás  el ambiente pútrido de la casa me estaba afectando y me había  intoxicado al respirar aquel aire contaminado por los excrementos  y a saber cuantas cosas más. Pero sin apenas darme tiempo a  meditar sobre el asunto, el cura sacó una daga y sin dejar de  conjurar, cortó de un tajo la garganta del chico. La sangre salió  propulsada hacia mi cara, ya que el cuerpo, al levitar, había  quedado a la altura de mis hombros, llenándome la boca de aquel  líquido espeso de sabor dulzón. ¡Qué sensación tan terrible la de  tener la tener la boca llena de sangre aún caliente! Lo más  terrible de todo es que el chico seguía gritando, a pesar que era  evidente de que sus cuerdas vocales habían sido seccionadas. 

--¡Recibe, Satán, esta ofrenda de sangre, y libera a nuestro  pueblo de tu maldición! --gritaba el cura. 

--¿Qué ha hecho? --le grité yo--. ¡Ha matado a ese chico! 

--¡Es un sacrificio necesario! Usted no lo comprende... ¡El  diablo tiene que recibir sus dos ofrendas antes de abandonar este  mundo y regresar al infierno! Una es de sangre y la otra será  espiritual. 

--¿Cómo dice? 

--Satán tiene que recibir una muerte y un alma no conocida por  él. Ahí es donde usted tendrá que ayudarme. El demonio lo poseerá  a usted, que es una persona que nunca ha vivido en éste pueblo,  que no tiene antepasados que sean de aquí ... ¡Que éste demonio  no puede conocer, ni por su persona ni por su ascendentes! Era  necesario utilizar a un forastero para esto. Con el maestro nos  salió mal el conjuro y murió sin que el demonio se fuera, por lo  que nos inventamos la historia de las luces para hacer que  alguien viniera a visitarnos. ¡Y vino usted! 

Me sentí desfallecer. Mis piernas cedieron ante mi peso y me  dejaron caer al suelo. Antes de perder el conocimiento, aún pude  escuchar al cura cómo continuaba con sus conjuros, y cómo una  sombra translúcida, siniestra, salía del cuerpo del joven y venía  hacia mí. 

--¡Recibe, Satán, esta alma nueva y libera a nuestro pueblo de tu  maldición! --gritó nuevamente Amancio. Me desmayé.  

Lo siguiente que recuerdo fue despertar en medio de la noche,  tirado en la calle, frente a la casa maldita. Evidentemente, salí  de allí corriendo, sabiendo que aquella sombra me perseguiría  para llevarse mi alma al infierno. Busqué refugio entre los  habitantes del pueblo, pero éste parecía desierto. Todas las  puertas estaban cerradas, todas las casas, abandonadas. ¡Era algo  inconcebible! El terror se adueñó de mí y creo que he estado  caminando por estas callejas días enteros. Pero unos días muy  extraños, pues nunca salió el sol ni desapareció la niebla. Y  nunca pude abandonar las calles. Por mucho que corriese en una  única dirección, no podía salir del pueblo.  

oO0Oo 

Por fin, hoy, rendido, cansado de esconderme de las sombras,  decidí enfrentarme a mi destino y me dejé desfallecer en mitad de  la plaza mayor, esperando ser encontrado. Enseguida vi la sombra  siniestra rectar hacia mí, lentamente, saboreando su victoria. Se  colocó sobre mi pecho y una fuerte luz salió de lo que parecía  ser su boca. Una luz que me inundó. Creo que perdí nuevamente el  conocimiento, y me he despertado aquí, en esta cama. ¿Dónde  estoy? 

--Está en el hospital comarcal, no se preocupe. No somos demonios  --. Dijo el doctor, sonriendo--. Ha sufrido una fuerte  intoxicación, pero ya está controlado. 

--¡Lo sabía! Me intoxiqué al entrar en aquella casa oscura,  ¿verdad? 

--No. Mucho antes. Se envenenó con el guiso de ciervo que cenó.  Las setas eran venenosas. Cuatro personas más de ese pueblo tengo  ingresadas aquí por comer lo mismo.  

--¡Dios mío! Entonces, mi entrevista con el cura, la visita al  endemoniado... ¡Todo ha sido fruto de mi imaginación! 

--No le quepa duda. En ese pueblo no hay iglesia siquiera, contra  más cura. Por eso le llaman el pueblo de los endemoniados, porque  nunca se construyó un templo en él. 

--¿Y lo de las luces en la sierra? 

--Parece ser que algún piloto de helicóptero, haciendo prácticas  de vuelo nocturno, ha estado jugando con el foco y dándole sustos  a la gente de varios pueblos de la comarca. Ya ha sido  expedientado, según el periódico de hoy. 

--¡Vale, vale! Pero antes de cenar, estuve hablando en una  iglesia con su sacristán. ¿Cómo se explica eso? 

--Puede que haya confundido la secuencia de los hechos y crea  como real y anterior algo que vivió posteriormente y solo en su  imaginación. Le puedo garantizar que después de 1646, año en que,  precisamente un sacristán medio paralizado por una fiebres  infantiles, quemó la iglesia, no ha existido ninguna otra en ese  pueblo. Aquella se derrumbó y sobre sus cimientos se construyó la  plaza mayor actual y nunca nadie propuso levantar otra. Y eso lo  sé porque soy aficionado a la historia local y presumo de ser el  cronista de la comarca. 

El periodista se quedó en silencio, valorando la explicación del  médico. Pero por muchas vueltas que le daba en su cabeza, no  encajaba. ¿Cómo pudo fantasear sobre el sacristán sin saber nada  de su historia, o por qué le mencionó éste el año 1646?  Finalmente, concluyó que había ocurrido algo extraño, raro...  inexplicable. Algo que él no alcanzaba a comprender. Había  sufrido una broma muy macabra. La ciencia podría explicar sus  alucinaciones, pero ¿cómo acudió a ellas el sacristán? Por mucho  que se esforzaba, no era capaz de comprenderlo. 

--Lo peor de todo esto es que si cuento esta historia tal y como  creo que ha sucedido --dijo finalmente, rompiendo definitivamente  sus pensamientos--, al igual que he hecho en otras ocasiones, ni  siquiera mis lectores más crédulos se la van a creer.  

--Ese es el sino de los buscadores de misterios --respondió el  doctor--. Los misterios auténticos no se pueden contar, como se  cuenta un cuento a un grupo de niños, pues nunca somos capaces de  comprenderlos plenamente. Siempre hay en lo más profundo de ellos  una cuestión, un dato, una duda, que nos hará sospechar de todo  razonamiento lógico que queramos aplicarles y así, preferiremos  rendiremos antes de tratar de comprenderlos. 

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